«Disculpa» es un concepto algo extraño, pertenece a ese grupo de palabras que se denominan «enantiosémicas», esto es, palabras que tienen significados opuestos o contrarios. Por ello es que cuando buscamos dicha palabra en el Diccionario de la Lengua Española nos encontramos con que esta es tanto la razón que se da, como la causa que se alega para excusar o purgar una culpa. Dicha dualidad es coincidente con otra característica particular: «disculpa» es un sustantivo, «pedir disculpas» es una locución verbal (una estructura que se comporta como verbo).
Sin embargo, de la natural confusión que puede producirse en el plano lingüístico respecto a las categorías de la palabra «disculpa», no se deviene la confusión social de moda: pedir disculpas por los privilegios que se tiene. Y es que se ha vuelto una práctica extendida en conversatorios, simposios, entrevistas y declaraciones públicas que las personas, iniciando un diálogo, se disculpen sentidamente por su color de piel, situación económica, orientación sexual, condición genética y/o cromosomática, entre otras. Un ejercicio tan banal que ya comienza percibirse más como un sarcasmo vulgar que como un acto de reconocimiento de las desigualdades estructurales.
Probablemente, el problema radica en que hemos dejado de preguntarnos qué implica una disculpa. Siguiendo al filósofo John Searle, es posible comprender a la disculpa como un acto de habla, es decir, un tipo de acción que se hace con palabras. Disculparse es, entonces, una acción y como tal tiene un propósito: manifestar a otro u otra que hemos violado una norma social y que asumimos la responsabilidad de tal acto y de los daños causados por dicha violación. En consecuencia, «pedir disculpas» tiene un objetivo más profundo y más humano que lo meramente informativo, busca reestablecer la armonía entre la persona ofendida y quien se disculpa: un nuevo compromiso.
Sin embargo, ¿de qué se disculpa la persona que entristece su rostro cuando dice tener privilegios?, ¿qué norma o acuerdo ha violado por condición de herencia irrenunciable?, ¿cómo su disculpa permitirá resarcir el daño hecho por las lógicas del tejido social y político?, ¿con quién se está disculpando: una imagen colectiva o una persona individualizada?
La verdad es que pedir disculpas es un acto hermoso y demostrativo de valía, sin embargo, su mala utilización como práctica ceremonial de buenismo infantilizante le está restando connotaciones importantes para el devenir. Ni usted, ni yo, ni nadie debiera sentir que es parte de un guion social de buenas prácticas el pedir disculpas por cuestiones que son resultado de una herencia no solicitada. Pese a ello, mi estimado lector, esto no quiere decir que no se deba hacer espacio para el reconocimiento explícito de las desigualdades y las precarizaciones a las que son sometidos grupos de la sociedad.
Quizás ahí está el punto. Mi disculpa puede ser una «performance» de buen gusto contemporáneo, pero sin alcance ni efecto alguno. En cambio, el reconocimiento explícito puede y debiera desencadenar el compromiso activo por el desbaratamiento de las estructuras que permiten la existencia de la dualidad privilegio/precarización. La disculpa despojada de compromiso político es una simple actuación y, quizás es por ello que, Violeta Parra escribió en «La sentencia»: «Es muy antigua costumbre andar pidiendo perdón, después que hacen de las suyas, no sé si darte el honor».