En Año Nuevo en los ochenta siempre me propuse leer todo «El capital» de Karl Marx, pero nunca lo logré, llegué hasta «El manifiesto del Partido Comunista». Lo que sí leí fue «El materialismo dialéctico», las 5 tesis, y el librito rojo de Mao Tse Tung. Creo que no traía para ser del PCS, no tenía ni la disciplina teórica ni mucho menos la conducta.
Aún tengo fresco en la memoria el asesinato del hermano de mi mejor amigo en 1979, durante una manifestación cerca del mercado Central de San Salvador, fue en su velorio que llegó de manera sigilosa Nolasco o Bote Apachado le decían, por una enfermedad congénita que había deformado su cuerpo y le costaba caminar erguido. Nolasco intentó organizar unas células para estudiar a los clásicos del marxismo y tratar así de reclutarnos en el UDN. Pero como lo dije, yo no traía para ese régimen disciplinario, y mejor me uní a las LP-28.
En los noventa mi propósito fue correr el maratón que organizaba anualmente el Liceo Salvadoreño, donde estudiaban mis dos hijos. A Thirza y a mí se nos había metido la onda que uno de los mejores colegios era el liceo. Ni ella ni yo teníamos idea de lo que era la educación verticalista a cargo de religiosos. Yo venía de estudiar primaria en escuelas públicas y en secundaria a ella le tocó estudiar en Nicaragua, con el sistema sandinista que intentó renovar el sistema educativo apostándole a la creación del «hombre nuevo», mientras yo estudié la secundaria en Los Ángeles, nada más liberal que ese sistema educativo. Thirza no solo participaba en los maratones del liceo, sino que quedaba siempre en los tres primeros lugares, pertenecía al equipo de básquet de las madres liceistas y, entre codazos y zancadillas, salía librada en cada partido, y lo irónico es que nuestros hijos ni por enterados. Diego, el menor, soñaba con ser jefe de barra (JB), e Imanol, ser seleccionado en básquet.
Sin necesidad de haber leído «El asco» de Horacio Castellanos Moya, sufrimos las consecuencias de enfrentarnos a juntas de padres muy conservadores que chocaron con nuestro estilo de vida, y al final nuestros hijos fueron expulsados.
Así que me quedé con ganas de correr el maratón. Segundo propósito no cumplido.
A finales de los noventa me propuse montar mi propia empresa, y junto con mi esposa, Thirza, y su tío iniciamos por importar lámparas de emergencia y no funcionó, luego trajimos una firma de fertilizantes pero ni mi socio ni yo teníamos nada de agrónomos y fracasamos. Así llegamos a las manzanas y uvas para vender a los mayoristas de La Tiendona y del mercado Central. En está incursión nos fue bien al principio, pero al final nos dieron en la nuca vendedoras que no nos pagaron. Luego nos pasamos a vender gelatinitas (lychas), que fueron un boom en el mercado y nos llevó a exportarlas por toda Centroamérica. El negocio iba bien, pero las malas pagas y el fin del boom nos hicieron quedar mal y fracasamos.
Regresé a La Tiendona y me asocié con uno de los principales mayoristas de cebollas y papas, Manuel Sandoval. Yo que había vendido casi de todo desde mi infancia me di cuenta de que el ADN mío no estaba aquí, pero igual recuerdo haber contribuido a la cultura culinaria de este país al ser de los primeros en importar papas canadienses (Russet) que nunca fueron aceptadas en el mercado informal por ser demasiado grandes y con dos unidades hacés más de una libra, eso no era muy atractivo comercialmente, pero logramos introducirlas en el súper.
Durante un año de crisis por la sequía en Centroamérica y México no había cebollas moradas. Por mis contactos ubicamos que las producían en Holanda, en La Tiendona me decían: «Chulada, estás loco al pensar que podemos traer cebollas desde allá. ¿Cuánto tiempo tomará que lleguen? Además, ¿cómo sabemos si saben igual?». Yo investigué en internet sobre las cebollas holandesas y me informé de todos los detalles: nivel de refrigeración, tiempos de duración, tiempo de llegada, etcétera. Estaba seguro de que el sabor es igual que el de las gringas, chinas o de la India, quizás una leve variación en su acidez, pero nada radical. El día que entró el contenedor refrigerado de cebollas a La Tiendona, después de tres semanas de viajar en alta mar, tenía una gran zocazón por ver si venían en buen estado, si el color era el apropiado y, sobre todo, el sabor.
Cuando Manuel Sandoval abrió las compuertas y le pidió a uno de sus mozos que le bajaran una bolsa para comprobar, un aire de tensión se apoderó del puesto de mayoreo y en total silencio abrió la bolsa, sacó al azar una cebolla, la partió, la mordió y exclamó a los cuatro vientos: «La hicimos, chulada». Eran de un morado intenso y redondas como hechas en Ilobasco. Nos fue bien con las cebollas, pero después vino una llena de cebollas de Guate y Honduras, y el negocio mermó. Continué un par de años más en La Tiendona, pero al final me ganaron las pérdidas permanentes de vender productos perecederos y fracasé en mi empresa de querer ser vendedor de papas y cebollas. Otro propósito fallido.
A inicios de 2000 me propuse regresar a lo mío: periodismo y los audiovisuales. Fundamos Meridiano 89 y desde entonces ya hemos producido una decena de documentales, videoclips, hicimos famoso a The KingFlyp, trabajamos un par de películas, series de TV y campañas políticas. De estas últimas ya tenemos en nuestro portafolio dos presidenciales ganadas y varias alcaldías.
En este nuevo año me he propuesto amar más a los míos, tratar de no defraudar a los que creen en mí e intentar ser feliz sobre todas las cosas. Bienvenido, 2021.