Hace ya varios años un candidato a la alcaldía de San Salvador llamado Remberto concibió el siguiente eslogan para su campaña: «Urge Remberto», y empapeló toda la capital con ese llamado. La frase era ciertamente muy atractiva, pero esa urgencia en realidad solo la sentía él, no el pueblo, y, por supuesto, no resultó electo.
Tengo otro ejemplo un poco más serio en el mismo sentido.
El Che Guevara se propuso liberar a los obreros y a los campesinos de Bolivia. Llegó en forma clandestina con un grupo de cubanos armados y por varios meses anduvo errabundo en la profundidad de la selva, pero los obreros y los campesinos bolivianos no solo no apoyaron su lucha, sino que además lo delataron y lo entregaron a las autoridades que de inmediato lo fusilaron.
La explicación de esa tragedia es que, por la razón que fuera, el pueblo boliviano no había sentido la necesidad de ser liberado y no había llamado al argentino ni a los cubanos para que pelearan en su nombre.
A finales de 2017, en nuestro país, una encuesta de la UCA reveló que casi 30 años después del bipartidismo de derecha e izquierda la mayoría de los salvadoreños, al ser consultados, expresaba tres cosas: reprobaba a toda la clase política y la institucionalidad, no quería que ARENA regresara al gobierno, pero tampoco deseaba que siguiera gobernando el FMLN.
Entonces emergió Nayib Bukele, un joven líder que generó un nuevo movimiento político ajeno al tradicional eje izquierda-derecha, y recibió de manera clara y contundente el apoyo de esa inmensa mayoría desencantada y agraviada por los abusos y la corrupción de la antigua clase política, las instituciones y los gobiernos anteriores.
Todo el sistema, controlado entre bambalinas, por los poderes fácticos (el gran capital) se alineó en su contra, le puso mil obstáculos y, no obstante, el sistema en su conjunto fue aparatosamente derrotado por ese joven líder y sus nuevas ideas.
Ahora, después de poco más de año y medio de gobierno, Nayib Bukele tiene más del 90 % de apoyo popular, y el repudio ciudadano contra los partidos políticos tradicionales, sus instituciones y sus financistas se ha incrementado y profundizado notablemente.
Por todo lo anterior, y a pesar de la evidente actuación fraudulenta de todos los factores ya agónicos del antiguo sistema ante las próximas elecciones municipales y legislativas, tengo confianza y seguridad de que el proceso emancipatorio que pueblo y líder impulsamos con tanto entusiasmo no podrá ser detenido por las marrullerías de un grupito de funcionarios pusilánimes y corruptos que, más bien, desde ya, son inminente carne de presidio. Ellos lo saben y por eso es que están tan asustados.
En suma, esto es lo que reitero: en la política real, y sobre todo en los momentos históricos cruciales, el factor determinante no es la ley ni mucho menos la institucionalidad, es la voluntad soberana del pueblo en tanto que la ley y las instituciones solo tienen sentido y legitimidad si protegen sus derechos.
Atentar contra un pueblo unido, organizado y movilizado es dar patadas contra el aguijón. Confianza.