Roque Dalton tenía una de las características que comparte la mayoría de los personajes míticos: era único. Eso fue exactamente lo que vio en él el compositor y cantante de trova cubana Silvio Rodríguez, con quien el poeta compartió una hermosa y sincera amistad durante su estadía en la isla caribeña. De ahí las primeras frases de la melancólica canción que este le escribió cuando supo de su desaparición: «Mi unicornio azul ayer se me perdió, pastando lo dejé y desapareció».
Esa vez la inigualable creatividad del autor comparó a nuestro poeta con un fantástico potro cuya frente adorna un torneado y puntiagudo cuerno, un imaginario corcel de esos que nuestra fantasía suele ver correr en sus también imaginarias praderas.
Dolido por la ausencia de su amigo, el compositor pensó atinadamente para su unicornio un hermoso color azul, como remembrando el cielo y la bandera que cobijaron al insigne escritor. Al oír tanta sensibilidad en una sola canción, uno no puede dejar de preguntarse ¿cómo pudo haber amado tanto alguien de otro país a quien aquí, contrario a eso, fue torturado y asesinado por sus propios compañeros, cumpliendo sin objetar una orden criminal que dictaron sus superiores? ¿Cómo pudo llegar a tanto la estupidez de esa organización como para arrebatarle a esta sociedad la vida de tan valioso e irremplazable referente? ¿Cómo es que sus asesinos intelectuales y materiales siguen felices y campantes sin enfrentar aún la justicia?
Tanto los que dieron la orden como los que ejecutaron a Roque Dalton saben perfectamente que el no decir en qué lugar quedó su cuerpo causa aún más dolor e incertidumbre a su familia, que todavía lo busca, y que, por tanto, sus cómplices actitudes manifestadas en ese desgarrador silencio y eterno secretismo se tornan todavía más criminales y despreciables.
Pero hay algo todavía más triste e indignante, y es ver cómo, en vez de hacer justicia, esta hipócrita sociedad premió a uno de sus verdugos con una cómoda vida en Inglaterra, acogiéndolo, además, como catedrático en una de sus universidades, mientras que aquí, en el país, los gobiernos de izquierda en turno condecoraban y recompensaban al otro asesino confeso con un bien remunerado cargo público, lo que se traduce, desde luego, en una ofensa para la memoria del escritor y un irrespeto para su familia.
La muerte de Roque fue una infame traición, pero no sería la única, porque luego le seguiría la traición a todo un pueblo.
Silvio escribió aquella canción como queriendo que su amado amigo, con quien tantas veces soñaron con cambiar el mundo, sentados, quizá en el malecón frente al mar o en una mesa de la famosa Bodeguita del Medio, se remontase un día hacia el infinito en la forma de un esbelto corcel unicorne azul, como el cielo que lo vio nacer y que hoy le sirve de cobijo.
En una entrevista que el también poeta y escritor Mario Benedetti (esa vez en el papel de periodista y entrevistador) hizo a Roque Dalton, este último parecía, en una de sus respuestas, estar profetizando el papel protagónico que nuestro país está ejerciendo en estos días, cuando dijo: «En los tiempos inolvidables en que tuve el privilegio de compartir con el pueblo cubano el dramatismo y la grandeza de aquel momento, aprendí alborozado que nuestros pueblos pequeños pueden ser capaces de un destino mundial extraordinario».
En las praderas de El Salvador pasta y pastará para siempre un mítico y brioso unicornio azul, cuyo galopar resuena pidiendo justicia, recordándonos la deuda que al respecto tenemos para poder, de una forma real y definitiva, honrar su memoria.
Si la tan esperada justica restaurativa no alcanza para finalmente castigar a los asesinos y llevar paz a su familia, poco o nada habremos avanzado en esa materia.
Nada impide proceder. Los crímenes de lesa humanidad jamás prescriben.