Cuando hay ausencia no existe la presencia; cuando hay presencia no existe lo ausente. Esta postura epicúrea que parece un juego de palabras en realidad muestra una visión filosófica sobre la vida, la muerte y las circunstancias adversas. De tal suerte que solo se puede temer a lo que está frente a mí; lo inexistente, aunque crea que existe, es imposible en realidad de sufrimiento, a pesar de que el error psicológico normalmente hace que se sufra o se tema con lo inexistente.
Dice el maestro griego Epicuro que «el sabio ni desea la vida ni rehúye el dejarla, porque, para él, vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así como entre los alimentos no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer». Nos llama el maestro de la osadía a la vida intensa, plena, abundante, pero observándola con la responsabilidad propia de quien la aprecia.
Empero, vivir a plenitud no implica aferrarse a ella y mucho menos temer a lo que en ella existe o no como presencia real de su devenir circunstancial. Quien vive bien muere bien, quien vive intensamente se deja llevar por la ola de la existencia, incluyendo la muerte. Ya que como se ha dicho con antelación, este paso existencial llamado muerte solo es un paso más, si al final, biológicamente hablando, empezamos a morir desde el momento de nuestro nacimiento, por el proceso sintrópico normal.
De tal suerte que el joven que no tiene complicidad con el pasado, como decía el maestro Ingenieros, debe tener buena vida y el anciano buena muerte; hay que ser cómplices del placer, ya que este es el culmen de la vida; si no, se podría caer en una patología. Claro, el placer no es esa extensión irresponsable de satisfacción corporal únicamente, sino, ante todo, la antítesis del dolor innecesario, es decir, el ilusorio sufrimiento.
Por tanto, no se puede ni se debe temer a lo no existente. Claro, el lector podría decir «¿cómo que no es real la muerte, si a todos nos llega?». Pero hay que comprender a profundidad lo expuesto anteriormente. Sí llega la muerte, pero cuando llegue, ni usted ni yo estaremos ya, estaremos ausentes en la presencia de la muerte; entonces, ya no posee cualidad de temor. Solo cualidad de trascendencia hacia otra realidad.
El dolor es más bien para quien se queda y no para el que se va, tal como diría el maestro Alphonse de Lamartine: «A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd». De tal manera que disfruta la vida con tal intensidad que al irte a otra realidad no te quedes con nada en qué aferrarte, solo dejarte llevar por el ventarrón de la dulzura existencial y llegar a nuevos horizontes, donde aprendas una nueva circunstancia.
Si bien es cierto que el maestro Carl Gustav Jung planteaba que el hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad, sino en la patología, menos cierto es que esa angustia no conlleva a nada más que a la aflicción que no construye nada. Por tanto, insisto en mi postura: si no te encuentro, ¿por qué he de temerte? Me encuentro sí con la inmortalidad, ya sea ideal o real, pero al fin inmortalidad, mas no con la muerte, pues ella solo se acerca cuando ya está la habitación dispuesta a aceptar un nuevo huésped.
Así que, viva la vida con la certeza de que todo tiene un propósito y un sentido, y tal como he dicho en otras ocasiones, el sentido de la vida es la vida misma; pues bien, si vives intensamente estarás dándole honor al sentido intrínseco de esta, no necesitas más, no debes hacer más, solo ser y estar en el momento y luego dejar de ser y estar en presencia de la hermana muerte, como diría el santo varón de Asís. Por ende, lo planteo con ahínco de nuevo y para concluir esta columna: cuando hay ausencia no existe la presencia; cuando hay presencia no existe lo ausente. Es decir, si no te encuentro, ¿cómo voy a temerte?