Si existe algún lugar de referencia en la ciudad de San Salvador con el que nadie se equivoca, ese es el final de la 18.ª av. norte y paseo Independencia, mejor conocido como La Avenida, que junto a la calle Celis son lugares históricos sexuales que desde hace muchísimos años cumplen, dicen algunos, una función sociosanitaria, como protección de niños y mujeres de los pedófilos y violadores, además de que cumplen con la satisfacción de una necesidad natural y biológica.
Otros murmuran o gritan escandalizados y persignándose, señalando el San Pauli guanaco a lo Hamburgo, sin vitrinas por no necesitarlas, en donde niños, jóvenes, adultos y ancianos, verdes o no, se solazan haciendo valla desde la acera, refrescándose la vista, escogiendo entre tantas ninfas, ninfos y travestis, antes de sacarse los $5 más la inflación, y después lo siguiente frente al catre, cronómetro en mano.
No se sabe si por acuerdo tácito o por ser considerados sitios históricos, decreto sin dispensas no se han podido clausurar esos templos de Eros y Baco, pese a las protestas y denuncias de la ciudadanía en contra de esos lupanares «open».
Es un misterio al cual ni Roque, que se sabía el menú en su momento, La Benny Goodman, más recordada que D’Aubuisson, hasta la quiebra catres, pudo resolver. No se sabe si es un fideicomiso, una ONG, una entidad privada religiosa rescata ninfas o acaso un instituto para la investigación del sida. Es un misterio…
El hecho es que desde que yo era virgen, hace ya muchas lunas, las «bichas» allí están, renovándose según el tiempo y uso de Samsung en mano para la atención «sex clic». La prostitución no siempre se ejerce por vocación, necesidad u obligación. Se ha convertido y era ya una «profesión» u «oficio» según cada cultura. Ya el rey Salomón tenía sus harenes con concubinas, que hoy llamamos casas de citas con prostitutas. Recuerdo la película de la última tentación de Jesús, en donde el afamado director lo pone en escena esperando turno para ver a una pecadora y evangelizarla, o el protagonismo de Magdalena, que para escándalo de los 12 se besaba con el hijo de Dios y era su confidente, según los apócrifos, o la escena de Lot con sus hijitas, totalmente ebrio, pero capaz del incesto divino. Pero esto es historia, como también lo será la de los ninfos, ninfas y travestis de La Avenida y la calle Celis, que es tan actual como la corrupción o la otra pandemia.
Pretender eliminar la prostitución y sus consecuencias es ignorancia porque es endemia, desde Evita a la que una culebrita le abrió los ojos; se puede y debe controlar y prevenir, porque está asociada al narcotráfico y a la trata de blancas y prietas, verdaderos cánceres de la humanidad.
El problema, por lo tanto, no es realmente cómo combatirla o ignorarla, sino controlarla, prevenirla y ordenarla, como se hace en los países civilizados no desarrollados. El problema no es que en La Avenida sea público y que en las zonas rosas sean «suites», o que en una sean prostitutas y en las otras sean trabajadoras del sexo, como las definen las señoras dignas y de buena reputación que con su tacita de plus-café y su «peperecha» comparten con las damas asolapadas en sus Petit Trianon privados. Decir que es inevitable porque unos nos creemos vasija y no jarra es olvidar que estamos hechos del mismo barro, como reza un dicho anónimo, y como decía Maupassant: «Un beso legal nunca vale tanto como un beso robado, o comprado, como alguien agregó».