Más allá de lo divino y lo profano; más allá de lo político e ideológico; más allá de lo inolvidable e indecible… está un tal Nayib. El pensamiento social, con la brújula del sentido común extraordinario; el legado, saldando las deudas históricas que se tienen con el pueblo, y la imagen, como singularidad sociológica que encarna la coyuntura, son objeto de una intensa polémica social e intelectual, pero no porque se ponga en duda su talante de líder, sino porque tiene como trama la lucha feroz entre el pasado y el futuro, lucha que devela quiénes son los que no quieren que el pasado pase, y quiénes somos los que buscamos reinventar el país sin robar el dinero del pueblo.
En un tal Nayib se plasman las desilusiones e ilusiones paradójicas del conflicto político propiciado por la desigualdad social.
Por allá, la institucionalidad estatal montada en la corrupción que amamantó a los partidos, de todo signo; los periódicos amarillistas que usaron como tinta la sangre, y los noticieros televisivos que convirtieron la muerte en un placer pornográfico; y las ONG administradoras del dolor del pueblo. Por acá, la rebelión electoral de 2019, como toma pacífica del poder, y la acumulación de fuerzas en silencio que derivó en el apoyo fulminante a un joven líder para que la reinvención fuera una metáfora de la utopía.
Un tal Nayib, en un tal El Salvador, potenció las ganas de reinventar el país revolucionando lo sociocultural, y dándole a la utopía un cuerpo en el cual vivir, un cuerpo que padece quinimil achaques crónicos. Esa reinvención, iniciada en el bullicioso silencio de la decepción de los
votantes, es la que lo llevó a convertirse — más allá de que lo amen muchos y lo odien pocos— en un referente mundial del liderazgo político sui géneris que, con una bitácora audaz, navega las turbulentas aguas de las ideologías, evadiendo la tormenta reaccionaria soplada por la bruja del norte aliada con una oposición perversa.
La intención de estudiar a un tal Nayib no es propagandística, es nostálgica, pues no hay peor nostalgia que desear que vuelva lo que nunca estuvo: la revolución social.
El punto es analizar su comportamiento político para descubrir, en los puntos ciegos, las oportunidades de comprensión perdidas y superar el simplismo de la diatriba en su contra, así como los aplausos oportunistas de quienes se amparan en su figura para obtener réditos económicos o simpatías electorales. Hay que tener claro que la complejidad de un tal Nayib, en un tal El Salvador, supera la interpretación sociológica debido a que vivimos en el tiempolimbo de la construcción-deconstrucción
Estudiar un liderazgo transfronterizo no se reduce a lo historiográfico, pues no comprenderíamos la relatividad social del proceso, en tanto expresión atemporal del tiempo en el que los contrasentidos tienen sentido cultural, y es por esa razón que la coyuntura encarna en una figura en la que impera lo temático, no lo cronológico.
El bicentenario fue un catalizador simbólico del proceso que va de los cambios a las transformaciones, y eso lleva a la oposición, y a los intelectuales retrógrados, a atacar a un tal Nayib para ocultar que atacan que finalice la era de la gran delincuencia que los enriqueció y le dio un significado más inicuo al terrorismo. En definitiva, el peso histórico de un tal Nayib, en un tal El Salvador que no salvaba a su pueblo, es una ventana desde la que se atisban la dignidad y el sufrimiento popular, y eso trasciende biografías e insultos. Y es que ese tal Nayib es la figura política de mayor proyección mundial en la historia del país, desde que a este le autenticaron la partida de nacimiento en una alcaldía a la que le esperaban 200 años de soledad y corrupción.