Ya estaba oscuro cuando venía de regreso a casa después de una larga lucha que me dejó ausencias llenas de presencias y desilusiones en busca de ilusión. Estaba oscuro y, a medida que rompía la cobija de las sombras, sentí que caía en el precipicio de un augurio. Tuvieron que pasar dos siglos. En el claroscuro salieron monstruos abominables: la expropiación de ejidos como genocidio público de lo público; la dictadura militar que asesinó, encarceló, torturó, desapareció y exilió a miles; y la dictadura del bipartidismo que, «mientras tanto y por joder» (diría Roque), saqueó el país y convirtió en millonarios, o en más millonarios de lo que ya eran, a los capos de la política y el neoliberalismo, incluidos quienes se quitaron el disfraz de guerrilleros para mostrarse como traidores corruptos que, después de liderar una guerra, urdieron —acuerdos de paz en mano— una guerra social de pobres contra pobres usando un nutrido ejército de delincuentes.
La democracia que se abrió con esos acuerdos con olor a pacto fue un mal chiste; fue un simulacro patético que duró tres décadas en las que creció el árbol maldito de la muerte sembrado por los conspiradores y sus sirvientes, al que bautizaron como «democracia perfecta», y abonaron con la sangre del pueblo. Los frutos amargos del árbol fueron la era de la gran delincuencia como versión roja del oscurantismo; una sociedad con miedo que vivía del miedo; 120,000 asesinados y millones de recluidos en la mazmorra de la desigualdad social que no sabe de lazos solidarios; y unas relaciones sociales resumidas en la ecuación macabra: «Ver, oír y callar». Vivimos durante 30 años —no 30 días ni 30 pesadillas— en el régimen electoral de la antipolítica y la antidemocracia y, por tanto, en la infamia de la inseguridad pública que nos expropió la nacionalidad y nos extorsionó el espíritu.
A eso hay que sumarle el saqueo brutal de las arcas del Estado y la entrega del sudor de los trabajadores a la empresa privada, nacional e internacional, vía decretos sucios y tratados de libre comercio que no nos trataron como hombres libres, haciendo de Washington la capital de El Salvador, según lo atestiguan las fotos de los expresidentes posando a la par de la bandera del norte, en las que se les ve carialegres como si fueran la estrella 51. Treinta años —no 30 noches— en los que el bipartidismo, de un solo partido con dos caras, representó (como «La tempestad», de Shakespeare) la traición más grande de la historia en contra del pueblo, lo cual significa que no se vivió en democracia, pues esta es imposible en un país que huele mal. Treinta años —30 monedas pactadas entre el Sanedrín de la muerte y una hiena de dos cabezas, si me pongo metafórico— que tendrían su desenlace en 2019, cuando el pueblo tomó el turno del ofendido y un hombre abrió las urnas para reinventar el país.
Ese año, las masas populares acumuladas en silencio descubrieron que la avenida Independencia no conectaba con la Plaza Libertad, y dibujaron un mapa que corrigiera la barbarie cartográfica. Fue entonces que saltaron los grandes retos: terminar con la delincuencia y corrupción, y para ello fue necesario dejar en «modo extinción» a los partidos ignominiosos, y eso alborotó a la jauría, que, con ladridos apocalípticos, quiere espantar al futuro para que el pasado no pase…, pero esos ladridos ya no asustan a nadie.
Ya estaba oscuro cuando venía de regreso a casa después de una larga lucha atiborrada de recuerdos llenos de olvido y puertas cerradas. Esa oscuridad era la que me impedía ver que yo tenía las llaves para abrirlas o, ya caliente, para derribarlas a fuerza de votos. Estaba oscuro, y eso fue un recordatorio de que el cielo es celeste cuando no se mira a través de las lágrimas.