No es verdad que en política todo sea posible, al menos no en lo estratégicamente sustantivo. El problema surge cuando se confunde el deseo con la realidad, lo cual es una operación distorsiva muy frecuente entre políticos o activistas poco o nada inteligentes, que atienden más a los pálpitos que a los análisis.
El pálpito es la vaga expresión de lo que uno quisiera que ocurriera; el análisis, en cambio, es el examen de los factores objetivos que determinan que tal o cual desenlace situacional sea más o menos viable o inviable.
Hay algunos sectores nacionales e internacionales seducidos por la idea de derrocar el Gobierno de Nayib Bukele y que están impulsando una estrategia en esa dirección; pero eso no va a ocurrir, porque no existen las condiciones concretas que permitan alcanzar tal objetivo.
La historia enseña que el derrocamiento de un Gobierno solo es posible si se dan algunas condiciones imprescindibles: que haya una oposición cualitativa y cuantitativamente importante y un Gobierno débil; que esa oposición tenga algún nivel de incidencia en las jefaturas militares y policiales y que cuente, además, con un aliado externo fuerte.
Para comprobar lo anterior bastaría recordar algunos casos emblemáticos no muy lejanos en el tiempo y el espacio: Guatemala, 1954; Chile, 1973; Nicaragua, 1979; Granada, 1983; Panamá, 1991, y Haití, 1989.
Ninguna de esas circunstancias que se conjugaron en esos casos y que determinaron la efectividad de los derrocamientos presidenciales se dan en El Salvador de hoy. Consideremos los hechos.
Aquí y ahora la oposición es irrelevante, por cuanto padece de una tenaz vocación microscópica; el Gobierno posee un vigoroso respaldo popular, superior al 90 %, según lo certifican todas las encuestas, y el Ejército y la Policía le son leales, sin ninguna fisura; mientras que el aliado externo más visible de la oposición enfrenta la peor crisis de liderazgo de toda su historia.
En estas condiciones, el evidente resultado del errático esfuerzo opositor es diametralmente inverso a su propósito: cohesiona y fortalece aún más al Gobierno de Nayib Bukele, al tiempo que socava y deslegitima la misma actividad opositora.
El Che Guevara fracasó en Bolivia porque ni los obreros ni los campesinos de ese país lo apoyaron, porque, sencillamente, ellos no le habían pedido que fuera a liberarlos. Por esa misma razón fracasaron los estadounidenses en Vietnam: los vietnamitas no los habían llamado. En casos semejantes, la historia suele ser implacable, y quien la ignora paga la factura más temprano que tarde.
El problema de nuestra oposición es que no ha comprendido una verdad muy simple: el pueblo salvadoreño, en su mayoría, está junto a su líder, elegido democráticamente, construyendo el país libre, independiente y soberano que las élites le negaron durante 200 años. Aquí es enteramente válido afirmar que no hay más ruta.