Supongamos que se desata un aguacero diluvial que dura varios días. Naturalmente, en algún momento la tormenta amainará y de nuevo saldrá el sol para la alegría de todos. Pero no es ese el tiempo de ponernos nuestras mejores galas y entregarnos a las celebraciones y festines.
No, lo que razonablemente se impone es comenzar dos tareas impostergables: primera, arreglar en lo posible el desastre provocado por la tempestad (lodazales, inundaciones, derrumbes, puentes caídos, entre otros); la segunda, corregir los factores de la propia vulnerabilidad ante un embate de la naturaleza.
En nuestro país, las cúpulas de la derecha y de la izquierda decidieron firmar un acuerdo para poner fin a una devastadora y sangrienta guerra civil, se garantizaron mutuamente la seguridad de ellas mismas, en tanto cúpulas se autocongratularon, celebraron y proclamaron el establecimiento de la paz y la democracia.
Fue un gran error. No se puede pasar directamente de la dictadura a la democracia ni de la guerra a la paz. Como en el caso de la tormenta, es imprescindible arreglar el desastre generado por la violencia y, al mismo tiempo, identificar y solucionar las causas que la provocaron.
No se realizaron esas dos tareas y la realidad nos pasó la factura. Pronto descubrimos que todo había sido una simulación, un castillo de naipes, un discurso pomposo, pero totalmente vacío: no había ni paz, ni democracia.
Por el contrario, la exclusión y la marginación social, política y económica de las grandes mayorías se agudizaron. La venalidad y la corrupción cupular crecieron y el promedio diario de las muertes violentas pasó a superar el de la guerra civil. Esa fue la verdadera historia.
Ahora estamos empeñados en alcanzar la verdadera paz y la verdadera democracia, dejando atrás todas las simulaciones y enfrentando con realismo los problemas. Al fenómeno de la desatada y creciente criminalidad masiva hemos respondido con capturas masivas y enjuiciamientos.
La guerra total contra las pandillas criminales, emprendida por el Gobierno, ha sido exitosa, y esas estructuras delictivas ya fueron derrotadas por completo, desarticuladas y encarceladas prácticamente en su totalidad.
Pero el Gobierno ha manifestado de manera clara y abierta que ese es solo el primer paso de la solución, y que ahora toca arreglar el desastre que dejó esa criminalidad y, sobre todo, enfrentar de una vez por todas las causas profundas o estructurales que la originaron.
En nuestro caso, dada la excepcional gravedad que alcanzó la criminalidad, se volvió imprescindible una respuesta de naturaleza excepcional. Quienes aún no entienden esto tienen que hacerse una sola y simple pregunta: ¿cómo es que El Salvador pasó, en tan corto tiempo, de ser el país más peligroso del mundo a ser el país más seguro de todo el continente americano?