Cada vez que tengo la oportunidad, reitero la afirmación de que las universidades locales, en los cursos ordinarios de derecho Penal, no pasan de la exégesis y siguen ancladas en temas desfasados a la luz de teorías que hace mucho dejaron de ser dominantes. Si a este fenómeno le sumamos la desidia con las que las nuevas generaciones de estudiantes ingresan a las aulas universitarias, tendremos la receta perfecta para el estancamiento formativo: sin duda asistimos a una suerte de escolarización de la educación universitaria.
Uno de los temas de innegable actualidad es el ecocidio, figura delictiva que ha sido elevada a la categoría de delito en algunas legislaciones del mundo, entre estas la francesa, formando ahora mismo parte de las recientes discusiones del Parlamento europeo, en el sentido de abogar por la creación de ese delito.
En el orden de ideas expresado, y dado que como humanidad asistimos a lo que, parafraseando a Franz J. Broswimmer podríamos definir como la historia de la extinción en masa de las especies, se vuelve necesario e impostergable embarcarnos en un proceso de actualización en varios sentidos: de un lado actualizando los procesos de enseñanza y a quienes asumen labores de docencia universitaria, y de otro llevando a cabo un proceso de evaluación normativa, ponderando la urgencia de introducir una figura delictiva como la señalada. Claro, no hacerlo acríticamente como ha pasado con otras normas que no pasan el tamiz del derecho penal simbólico.
La realidad global nos coloca frente a innegables sucesos, los cuales, aunque se constate que han sido producidos por accidentes, no se reducen los estragos causados: Chernóbil, en 1986, el desastre del Prestige, en 2002, el daño en los reactores nucleares de Fukushima en 2011; sin omitir la permanente depredación de la Amazonía y el reciente descarrilamiento del tren en Ohio, con productos tóxicos. En pocas palabras, una muestra plausible de la proliferación de daños irreversibles al hombre y la naturaleza.
De hecho, este espacio es insuficiente para desarrollar lo que se debe entender como ecocidio, pero si consolidamos la idea sobre la destrucción intencionada de una bastedad del medioambiente, calificándola como irreversible, habremos logrado un buen adelanto para una futura discusión.
Sin duda, a escala mundial y particularmente en el ámbito de la política criminal y del derecho penal se vivirá un debate sobre la conveniencia o no de la introducción del delito de ecocidio en las legislaciones punitivas, al cual no debemos cerrarnos. De igual forma, existirá una interesante discusión doctrinaria con énfasis en la delimitación del medioambiente y el clima como bienes jurídicos, así como sobre derecho penal del medioambiente y derecho penal climático.
He de reconocer la generosidad académica del profesor Adán Nieto, de la Universidad de Castilla-La Mancha, al compartirnos su último artículo, «No mires arriba: las respuestas del derecho penal a la crisis climática», al ser muy esclarecedor. Mientras tanto, no debemos olvidar nuestras tragedias ecológicas, las que, aunque en menor escala, han llevado a la extinción de la fauna de los pocos ríos que aún quedan en el país.