Los humanos tenemos que asumir la responsabilidad de nuestra historia con el planeta. A lo largo de los años, hemos alterado de manera fundamental el sistema necesario para la vida en la Tierra. Las presiones en el ecosistema son tan grandes que los científicos argumentan que estamos en una nueva era geológica, el Antropoceno, la era de los humanos.
La pandemia por la COVID-19, que casi con certeza surgió de una transmisión a los humanos de la vida silvestre, es la más reciente consecuencia del desequilibrio planetario. Otra evidencia de esta inestabilidad con el planeta ha sido la temporada de tormentas y huracanes que ha afectado a nuestra región, una de las más fuertes ya registrada.
La crisis por la COVID-19 es la señal más reciente de que el modelo existente de progreso está al borde de un colapso. Estamos en una crisis de desarrollo humano, no solo porque los avances logrados en las últimas décadas peligran, sino también porque no hemos articulado de forma adecuada el desarrollo con el bienestar del planeta.
A pesar de sus profundos impactos en el desarrollo humano, la pandemia también puede ser una oportunidad para repensar el futuro de la humanidad y elegir un camino distinto. Una senda en la que utilicemos el poder que los seres humanos tenemos sobre el planeta para regenerar, tal como lo propone el nuevo Informe sobre Desarrollo Humano 2020, La próxima frontera: el desarrollo humano y el Antropoceno.
El informe, lanzado recientemente, señala que necesitamos una total transformación para avanzar hacia la próxima frontera del progreso humano. Este cambio empieza por rechazar la idea de que debemos elegir entre las personas o el medioambiente. La realidad es que o cuidamos ambas o no cuidamos ninguna, porque un desarrollo humano a costa del planeta no es desarrollo.
Con el interés de comprender todas las dinámicas que el Antropoceno implica, este informe presenta un ajuste al índice de desarrollo humano (IDH) por presiones planetarias (IDHP). Además de medir la salud, la educación y el nivel de vida de los países, como ha hecho en los últimos 30 años, el índice mide nuevas variables medioambientales. Para los países con un desarrollo humano alto o muy alto, el impacto tiende a volverse cada vez más negativo, reflejando cómo su huella material y las emisiones de carbono impactan en el planeta.
Si bien hemos logrado enormes avances en el desarrollo humano, también debemos reconocer que ese desarrollo a menudo se ha producido a expensas del planeta. Ningún país del mundo ha alcanzado todavía un desarrollo humano muy elevado sin imponer una inmensa tensión al planeta. Pero podríamos ser la primera generación en corregir este rumbo. Esa es la próxima frontera para el desarrollo humano.
Ha llegado la hora de que todos los países, ricos y pobres, rediseñen sus trayectorias. Esto exige ir más allá de aportar soluciones discretas a problemas individuales y, en su lugar, focalizar los esfuerzos en adoptar mecanismos que transformen nuestra manera de vivir, de trabajar, de comer, de relacionarnos y, sobre todo, de consumir energía.
Para empezar, esto supone trabajar con —no contra— la naturaleza. Existe un enorme potencial para la aplicación de medidas que protejan, gestionen de manera sostenible y restauren los ecosistemas. Iniciativas como la gestión de las costas, la reforestación y la creación de espacios urbanos verdes pueden beneficiar tanto al mundo natural como a las comunidades locales.
Asimismo, el equilibrio entre las personas y el planeta exige cambiar las normas sociales y los valores. Este año ha quedado demostrado que se pueden modificar comportamientos fuertemente arraigados cuando así lo exigen las circunstancias, como refleja el hecho de aprender a llevar mascarilla o a mantener la distancia social. En tan solo una generación, hemos visto cambios en cuestiones que van desde el empoderamiento económico de las mujeres, la reducción del estigma alrededor del VIH/Sida y la disminución en el consumo de tabaco.
También es fundamental promover políticas públicas que incentiven esos nuevos comportamientos y valores, así como regulaciones adecuadas para disminuir las presiones medioambientales.
Los principales obstáculos para todas estas transformaciones son las desigualdades —de poder y de oportunidad— que se dan entre países y dentro de ellos. El estrés que ejercemos sobre nuestro planeta refleja y refuerza las tensiones que se dan también en muchas de nuestras sociedades. Las desigualdades entre las personas son tanto una causa como una consecuencia de las presiones que ejercemos sobre el planeta. Y los enormes desequilibrios de poder constituyen el principal obstáculo para la búsqueda de soluciones.
Al acercarnos al final de un año que ha desafiado todas las expectativas, es preciso reconocer que la pandemia por la COVID-19 es una señal de lo que nos espera. Ha llegado la hora de reflexionar sobre cuál va a ser el relato que escribiremos de esta nueva frontera. Somos la primera generación que puede cambiar la huella negativa en el Antropoceno y hacer justicia de nuestra historia con el planeta. Las decisiones que tomemos hoy determinarán el futuro de todas las que vengan detrás.