El triste episodio de hace 20 años dejó el terremoto del 13 de febrero del 2001, parece que logró superarse en su totalidad. Ahora, los niños juegan en los parques y los ancianos disfrutan una partida de ajedrez a las orillas de la plaza de San Vicente adornada por la imponente torre del reloj, que fue dañada por ese fenómeno natural, mientras los demás lugareños se desplazan tranquilamente entre las calles. Este mismo ambiente, tranquilo y acogedor, se vive día a día en otros municipios de La Paz y Cuscatlán que fueron afectados ese día fatal.
Ahora solo quedan los recuerdos de los estragos que dejó el sismo que afectó mayormente la zona paracentral del país. Roberto Cortez, de 54 años, quien es director de la Casa de la Cultura en Verapaz, asegura que ese acontecimiento ha sido uno de los más difíciles que ha tenido que enfrentar.
Las familias salvadoreñas habían sufrido un mes antes, el 13 de enero de 2001, un terremoto, pero el segundo evento se caracterizó por ser más destructivo. A las 8:22 de la mañana de un martes sucedió el sismo de 6.6 grados en la escala de Richter que remeció por 20 segundos, según los datos del ahora Centro de Monitoreo del Ministerio de Medio Ambiente. Ese 13 de febrero murieron 315 personas, hubo 3,300 heridos y 252,622 damnificados.
«Yo estaba cepillándome cuando tembló. Fue fuertísimo. Se cayó todo, gracias a Dios no me pasó nada, yo salí corriendo. Luego en la calle vi polvazón y los gritos de todo mundo, especialmente de las madres que tenían a sus hijos en las escuelas. El gran movimiento de la gente era terrible», contó Roberto.
«¡Mis niños!, ¡Dios mío!», eran algunas de las frases que recuerda Roberto que gritaban mientras corrían despavoridas algunas madres angustiadas tras lo ocurrido; unas buscaban a sus hijos entre los escombros. Los segundos tras el zamaqueo eran una verdadera locura.
Las consecuencias fueron catastróficas. Además de las víctimas humanas, hubo miles de daños materiales. Decenas de casas ya habían sido dañadas con el primer terremoto, pero fueron completamente destruidas por el segundo. Sobrevivientes aseguran que la mayoría de viviendas estaban construidas con adobe, el material frágil provocó que no resistieran. Cortez dice que en Verapaz «el 80% de las casas se cayó», así sucedió en otros municipios como Candelaria, Cuscatlán y en Cojutepeque.
Los escombros, los aludes de tierra y grietas en medio de las calles también limitaron el acceso. La energía y luz también fueron interrumpidas por bastante tiempo porque todo el cableado se arruinó por el sismo. «Estábamos incomunicados, nadie sabía qué hacer», describió Cortez.
Una recuperación lenta
El ciudadano de Verapaz dice que tras el trágico momento el panorama no fue nada alentador, pero la organización entre los habitantes fue fundamental para recuperar su municipio.
Durante el transcurso de ese fatídico día, ciudadanos y socorristas se dedicaron a rescatar a la gente que había quedado atrapada en los escombros. La mayoría de familias de toda la zona paracentral del país tuvo que pasar varias noches durmiendo en tiendas de campañas o en centros de albergue, otra minoría viajó a otros departamentos a resguardarse con sus familiares. El país estaba en una alerta máxima, en emergencia.
«Acá por ejemplo ya había pasado el primero (terremoto), aunque afectó poco ya nos habíamos organizado para dar víveres, teníamos bastantes guardados y esos se salvaron, el mismo día comenzamos a dar maíz, frijoles, y otros granos», mencionó Cortez.
La ayuda de las autoridades y organismos internacionales fue fundamental para recuperar las zonas afectadas por los terremotos que tardó varios meses y en algunos lugares llevó años. El monto total de los daños y pérdidas ocasionados por el sismo ascendió a $348.5 millones, según la Cepal.
Han pasado ya dos décadas desde la tragedia, las calles de Cojutepeque y de San Vicente lucen abarrotadas de gente y la mayoría de viviendas fueron reconstruidas, aparentemente todo se superó, sin embargo, el dolor y el recuerdo sigue intacto en cada salvadoreño, como el caso de Cortez, quien solo espera que «algo así» no vuelva a suceder.