Cruzaron miradas en la pupusería Chusita. Ella estaba recién llegada de Suecia y él, de Las Vegas, un pequeño poblado asentado a la orilla del río Quezalapa, en Suchitoto.
La pupusería que era el punto de encuentro de los habitantes del lugar apenas tenía una mesa y una banca de madera, pero la gente se congregaba alrededor de la plancha, y al humo que brotaba del queso derritiéndose en la ardiente plancha, se conocían los chambres de la colonia.
Aquella tarde oscura, con viento de lluvia y nubes en el horizonte, Chicho, quien siempre andaba su sombrero y su machete en la cintura, pidió tres pupusas de loroco con queso, y Lenna había ordenado, en papel, dos revueltas. La espera por las pupusas duró apenas 5 minutos, poco tiempo para contemplar aquel monumento de mujer, pero el suficiente para hacerse ojitos e intercambiar una leve sonrisa.
Fue amor a primera vista, Chicho quedó embobado al ver a aquella moza con cuerpo de maniquí de la calle Arce, ojos color océano, melena de jilote, piernas largas y trasero de brasileña. Era mucho pedir para un campesino que solo había probado las mieles y pieles de las mulatas.
La diosa escandinava no era la primera conquista para Narciso. A sus 23 años, ya no era un novato en el amor. Su primer romance lo vivió con Lucía, una señora cuarentona con piernas torneadas y cabello largo lacio. Tenía un pequeño lunar en la comisura del labio derecho, que jugaba muy bien con sus ojos negros y su nariz respingada. Tania enviudó pronto, mucho antes de la menopausia, y vio en Chicho el clavo perfecto para sacarse el luto de su marido, Lencho.
Chicho también consoló a Tere, una morenaza de ojos verdes que lloró a mares cuando su novio, Chepe, un soldado raso, fue enviado a Irak y debieron separarse. Pero ni Lucía con su experiencia ni Tere con sus aires de potra salvaje habían conquistado su corazón.
Chicho mostró un alma indomable desde los 12 años, cuando abandonó la escuela por la cuma y una vieja guitarra de conacaste. El gusto por la música lo heredó de su padre, a quien acompañaba por las noches a llevar serenatas a los cantones y caseríos vecinos. Con el tiempo, también se convirtió en un bohemio y romántico empedernido.
Su talento con las cuerdas y su cuerpo de Atlacatl forjado al ritmo de la labranza no pasaban inadvertidos para las pueblerinas, y Lenna tampoco lo pasó por alto. Vio en Chicho la versión latina de Thor, el del martillo. Tenía dientes blancos y una sonrisa de «close-up» que adornaba con dos coronas de oro blanco.
Lucía y Tere lo lloraron cuando dejó el campo por la ciudad; pero era algo inevitable, el romanticismo de antaño entre parejas ya se extinguió y las serenatas solo habían quedado para acompañar en velorios; además, las pandillas también sembraron sus frutos en el campo y ya no era seguro caminar en la oscuridad de la noche.
Lenna, en cambio, llegó al barrio en labores comunitarias, venía por un año para hacer su servicio social como profesora en la escuela especial de la parroquia.
Después de aquella tarde-noche de enero en la pupusería, Chicho y Lenna coincidieron un par de veces más, pero nunca entablaron conversación. Chicho, con sexto grado, apenas había aprendido a decir /téibol/, /péncil/ y /jeló/ en inglés, y tenía miedo de quedar en evidencia ante ella.
Lenna tampoco pronunciaba palabras en español, todo lo escribía en papel. Claro, no sería fácil hablar el idioma sueco.
Pasados unos meses, Chicho se hizo de un empleo. Por las noches tocaba en la plaza El Trovador, y los fines de semana, con grupos artesanales que se movían de mesa en mesa en los antros de Apulo.
Las noches libres se las pasaba en vela buscando la estrategia para conquistar el amor de Lenna. Soñaba con recitarle un poema en inglés, pero su intelecto no le daba para escribir, en más de alguna vez quedó en ridículo por osado durante su infancia.
Pensó en que podía llevarle chocolates o quizá un ramo de flores, pero al final optó por lo que mejor sabía hacer: tomó su guitarra y comenzó a ensayar cada noche la letra y la tonada de «More than Words» («Más que palabras») hasta conseguir la afinación y la correcta pronunciación.
Llegado el día de la conquista, se puso la ropa de casanova, tomó la guitarra y se paró frente a la ventana del cuarto de Lenna. Al ruido y al ladrar de Zeus, la familia parroquial se puso en pie. También se levantó Lenna, ya enfundada en ropa de dormir, y miró por la ventana.
Chicho en un mar de nervios, tartamudeó y desafinó al momento de cantar, pero enseguida bajó un solitario manto de aplausos para ocultar su bochorno. Lenna también aplaudió y le regaló una amplia sonrisa. Minutos después bajó el sacerdote de la parroquia con una nota de su huésped, que decía: «Gracias por la velada, soy sordomuda».