El valor actual del hombre dentro de esta sociedad consumista se justifica señalando su papel como un puro objeto de consumo en un sistema de relaciones donde él no es sujeto, sino objeto. El hombre se rige también por el juego de relaciones entre mercancía y consumidor, ignorando qué fuerzas manipulan esta relación. Este juego de relaciones tiene el fantasmagórico efecto de hacer de nuestra realidad un puro objeto sin sujeto, y esta aceptación tiene el don de dejarnos sin realidad.
«Nuestro valor espiritual más valioso es el amor, todo lo que conocemos y queremos descansa sobre aquello que amamos. Nuestra vida emocional posee sus propios logos, y ese orden del amor contiene la esencia de nuestra identidad, basada en una gramática de los sentimientos, que es la ordenadora del amor», haciéndolo aprender a mirar la realidad.
El hombre no siente solo, sentimos con el otro, «quien posee el orden del amor posee al hombre mismo», dijo Scheler. Nuestro amor se ordena en la medida que amamos. San Agustín decía: «Vive justa y santamente el que tiene el amor de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni no ame lo que debe amarse, ni ame más lo que debe amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos ni menos o más lo que ha de amarse igual».
El orden, por otra parte, aunque parezca obvio, es otro valor del ser humano, base también de otros valores. El orden nos proporciona disponibilidad de algo muy valioso y jamás recuperable, que es el tiempo, eficacia, tranquilidad, confianza y seguridad. Nos hace ser felices con menos esfuerzo, nos proporciona calma, serenidad y algo vital: confianza y seguridad. El orden está en contra de la ligereza, nueva forma de vida de la sociedad del vacío actual en que se promueve el bienestar emocional superficial y la espiritualidad ligera que tiene el consumo como expresión de la subjetividad, al tiempo que la opresión significa la construcción de la identidad basada en las mercancías.
La nueva democracia desde el consumo nos ha llevado a una sociedad del hiperconsumismo, de la inflación, del yo, triunfo del capitalismo del consumo y la subjetividad. Consumo, subjetividad, feminismo y moda que conllevan a una hipermodernidad, epítome de la democratización del consumo, imperio de lo efímero, lo desechable y el lujo eterno. Vivimos un mundo de bienestar emocional superficial, felicidad de sonrisa, practicando la ligereza como forma de adornar la vida y el entorno, con diseños casi aéreos, arquitecturas sinuosas casi virtuales, alegría (algarabía) efímera.
Existe un amor que nace del deseo de plenitud de la búsqueda de la participación en la divinidad como entendían los griegos, ese estado de gracia que Hölderlin definió como «el momento que los dioses conceden a algunos humanos para que experimenten la eternidad». Naturaleza cruel del amor que al entregarse se niega y que nos acerca a Dios para condenarnos a su pérdida, a la caída, pues el amor, parafraseando a Rilke, no es más que el inicio de lo terrible que todavía apenas soportamos. De allí que desde la antigüedad clásica haya sido en la literatura ausencia del otro, representación del deseo y rememoración del bien perdido; por ello la validez de la frase popular que reza «el amor es eterno mientras dura», o la famosa canción que dice «lo que necesita el mundo es amor».
Quizá el recurso humano que más ha ido escaseando con la mecanización, el utilitarismo y el consumismo es el amor, que se humaniza como un acto primordialmente hacia el otro, siendo por eso su propósito, pero que parte del hecho de amarnos primero a nosotros mismos, y eso es parte de admitir que todo cuanto deseo ser y hago debe ir dirigido hacia lo que hace humanos a los seres humanos. Desafortunadamente nuestro ancestral egoísmo y amor desordenado no lo soporta, porque la cobardía intrínseca del sistema nos provoca el miedo de arriesgarse a ser considerado reaccionario romántico.