El ser humano es un ser de valores no porque los crea, sino porque están implícitos en él. Por ello, se juzga la conducta, se define y se estructura todo un sistema incluyendo tribunales, donde se decide si una conducta es más correcta que otra; esto no se podría concebir si no se tiene claridad que solo el ser humano puede elegir y decidir por su propia conciencia, esa conciencia le eleva por encima de la mediocridad y lo nivela en el mundo de los valores que indefectiblemente son su propio mundo.
Y es que no todo es igual. Esa concepción moderna de la igualdad y la relatividad que ha inundado nuestras sociedades y concepción del mundo no puede ni debe aceptarse, porque el ser humano, a diferencia de los demás seres vivos, solo si se erige de la inmediatez de los sentidos y las pasiones es como puede alcanzar estadios más excelsos de verdad y de paz.
Es necesario, pues, luchar contra ese engendramiento conceptual de que da lo mismo lo justo que lo injusto, que la verdad es relativa, cuando en realidad se están refiriendo a las ideas y preconceptos los que son relativos; si la verdad fuera relativa, entonces ningún principio lógico tendría sentido, y por lo cual todo nuestro sistema de creencias, vivencias y fe careciera de motivo para ser aceptado. Ya lo decía el maestro Albert Camus: «El ser humano es la única criatura que se niega a ser quien es». Por ello los falsos progresistas insisten en una cultura sin análisis valorativo y solo sensitivo.
Esa procreación de intereses globales, de hacer ver que las sociedades deben ser diversas pero homogéneas en la diversidad, es indudablemente hipócrita, puesto que se contradice en sí misma bajo cualquier criterio lógico y conceptual. Empero, para contrarrestar esta inmunda concepción del mundo y el ser humano, es necesario volver a poner en la palestra de la discusión social la inferencia valorativa, que el ser humano es por su inteligencia y libertad el único capaz de configurar en su entorno mediato e inmediato un sistema de valores que permitan la armonía social.
Por ende, la libertad y la igualdad de la que tanto se aprecia hoy —más como moda que como estilo real de vida— no debe separarse de su verdadera acepción, y por tal, combatir existencialmente con la cultura del relativismo moral, social y cultural no porque se crea que todos debamos estar homogenizados, sino por el contrario, porque la igualdad debe estipularse según la concepción de la desigualdad también, pues así como no es igual lo justo o lo injusto, entonces tampoco debe ser igual lo desigual, aunque esto sea visto por los progresistas falsos como una concepción retrógrada.
De tal manera, las exigencias éticas deben volverse a plantear en todos los estadios de la vida humana y la cotidianidad social, ya que, tal como expresó el maestro Ortega y Gasset: «Los valores existen solo para los seres dotados de facultad estimativa». Pues bien, es necesario e imperante que las nuevas autoridades mundiales y, en el caso nuestro, de El Salvador consideren seriamente hacer una valoración seria y consciente sobre los valores en la cotidianidad y hacia dónde se quiere llevar la educación, la salud y la sociedad, desde una perspectiva más humanizante, valorativa y existencialmente más lógica y plena.
Ojalá El Salvador no se deje influenciar por la moda de la relatividad y se mantenga firme en un real progreso no de fantasía, sino de una profunda renovación de cómo se hacen las cosas, pero, claro, para esto se necesita más que nunca la capacidad de valorar y de estimar lo que ha de ser justo e injusto en nuestra sociedad, permitiendo con esto un peregrinaje histórico donde se construya por fin una historia contada por la misma población y no por las cúpulas económicas y políticas que hasta hoy escribieron el cuento de hadas en el que nos quisieron mantener por décadas.