El número de policías que un país necesita para garantizar el orden público está determinado por el grado de cultura ciudadana. Por supuesto, el primer paso es que los deberes y los derechos de ciudadanía estén claramente consignados en el gran pacto social que es la Constitución.
Eso es una condición «sine qua non» (necesaria pero no suficiente), porque después de 200 años de simulación democrática y de hermosas pero vacías retóricas políticas, todos los latinoamericanos sabemos que una Constitución puede ser nada más que papel mojado.
Los deberes y derechos constitucionales solo son reales cuando se cumplen a cabalidad en la práctica social cotidiana, cuando la población honra sus obligaciones y no tiene tolerancia a los abusos porque posee plena conciencia de sus derechos.
Esa conciencia no se adquiere de golpe, y es más bien el resultado de un proceso de aprendizaje que puede ser más o menos difícil, más o menos lento, pero imprescindible en todo caso.
¿Y cómo empieza ese proceso? Haciendo tangible y evidente la diferencia, y las respectivas consecuencias, entre un actuar justo o injusto, legal o ilegal, correcto o incorrecto.
Por la vía de un desarrollo progresivo se puede eliminar la pobreza extrema, reducir notablemente los indicadores de la pobreza ordinaria y ampliar cada vez más la clase media. Pero en ese desarrollo, fundamentalmente económico, subyace un agregado social, político y moral: ningún país es desarrollado solo por ser rico, lo es porque es realmente democrático, soberano y digno.
La situación actual de las grandes potencias occidentales muestra meridianamente que, si se deterioran esas tres últimas condiciones, el mero poderío económico carece de sentido y, a la larga, se vuelve incluso insostenible.
Nadie tuvo la hegemonía desde siempre, nada garantiza que la hegemonía sea para siempre. La historia del auge y la caída de los imperios es dramática pero tan real como la luz del sol.
El Salvador ha iniciado su marcha hacia el desarrollo, y todo indica que, en general, hemos tomado las lecciones de la historia. No queremos seguir siendo un país pobre, pero, sobre todo, queremos ser realmente democráticos, realmente soberanos y realmente dignos. Los salvadoreños sabemos que esta es la única ruta para hacer realidad nuestro objetivo supremo: que nuestros hijos vivan mejor que nosotros y que nuestros nietos vivan mucho mejor que nuestros hijos.
En la ardua batalla por conquistar ese propósito enfrentamos y enfrentaremos aún muchas dificultades, unas sustantivas y otras subalternas, saber distinguir entre aquellas y estas es imperativo.
Quien tiene clara la meta y el camino hacia ella no se pierde por los recovecos laterales que muy bien pueden ser tan peligrosos como estériles. Construir ciudadanía es parte fundamental de este esfuerzo colectivo. Nosotros el pueblo nos merecemos el futuro que hemos elegido.