Entre 2007 y 2017, después de un largo ciclo de profunda crisis nacional, Ecuador entró en una etapa de estabilidad y desarrollo que, entre otros beneficios, lo colocó como el segundo país más seguro de Latinoamérica.
Esto ocurrió bajo el liderazgo de Rafael Correa, quien derrotó a toda la clase política tradicional y, mediante un intenso proceso de reformas, incluso constitucionales, regeneró enteramente la institucionalidad del país. Ese liderazgo fue adversado de manera abierta por la comunidad internacional, por considerarlo antidemocrático y autoritario.
A tono con los reclamos y las sugerencias de la comunidad internacional, un nuevo gobierno, encabezado por Lenín Moreno, comenzó a revertir las reformas y a reconstituir la antigua institucionalidad.
Con Correa la confianza ciudadana en la Policía se acercaba al 50 %. Con Moreno ese indicador se derrumbó abruptamente a 34 %. Y comenzó la involución, la debacle.
El sucesor de Moreno, el banquero Guillermo Lasso, continuó y profundizó esa misma línea y, en menos de un año de su gobierno, Ecuador pasó a ser el tercer país más peligroso de Latinoamérica.
En el último año de gobierno de Correa hubo en Ecuador 960 homicidios. En el primer año de gobierno de Lasso van más de 3,500 homicidios y la proyección indica que cerrará 2022 con más de 4,000 asesinatos violentos. Hoy Ecuador es un caos: el crimen organizado controla plenamente el sistema carcelario y buena parte del territorio nacional.
Ahora veamos el caso de El Salvador.
Durante los 30 años de gobiernos de ARENA y el FMLN (1989-2019) se reportó un solo día con cero homicidios y se llegó a promedios de entre 20 y 30 asesinatos diarios.
Las cárceles y los territorios del país estaban bajo el control efectivo del crimen organizado y de las pandillas que robaban, extorsionaban, violaban y mataban en plena impunidad. La institucionalidad estaba profundamente corrompida. El sistema judicial salvadoreño, como lo repetía todos los años el informe de derechos humanos de Estados Unidos, era «ineficiente y corrupto».
En consecuencia, El Salvador pasó a encabezar la lista de los países más peligrosos del mundo.
Pero en 2019, el pueblo decidió en elección libre y democrática poner fin al régimen bipartidista. El nuevo mandatario, Nayib Bukele, inició un cambio profundo en el modelo político, económico y de seguridad e implementó importantes reformas en la legislación para hacer viable y efectivo ese cambio.
De inmediato, la comunidad internacional y sus ONG y grandes medios de comunicación condenaron esas reformas y acusaron a Bukele de ser antidemocrático y autoritario, no importando que este contara, según todas las encuestas, con un promedio de hasta más del 90 % de aprobación popular.
La estrategia del presidente comenzó a dar resultados muy rápidamente y los índices delincuenciales empezaron a descender de manera sustantiva y sostenida en toda la gama de delitos. El promedio de homicidios bajó primero a tres por día y en sus primeros tres años de Gobierno logró sumar 100 días con cero homicidios.
En consecuencia, El Salvador no solo salió de la lista de los países más peligrosos del mundo, sino que, además, se convirtió en el país más seguro de América.
No satisfecho con ese éxito, el presidente Bukele decidió erradicar de manera definitiva a las estructuras criminales y lanzó contra ellas una ofensiva general que muy pronto se ha convertido en ofensiva final.
En los últimos siete meses, las autoridades han encarcelado y sometido a proceso judicial a casi 57,000 criminales, con lo cual, entre otros indicadores altamente positivos, se han sumado otros 132 días con cero homicidios, para un acumulado de 232, y el promedio de asesinatos diarios en El Salvador ya ni siquiera llega a uno.
Por las razones expuestas, y sobre la base de datos perfectamente verificables, el presidente Lasso, de Ecuador, tiene un respaldo de menos del 30 % de aceptación popular, y el presidente Bukele, de El Salvador, tiene más del 90 %.
Pero la comunidad internacional y sus ONG están a favor de Guillermo Lasso y en contra de Nayib Bukele. Esa es la incomprensible paradoja.