Pintaba ser un día como todos, lleno de responsabilidades, quejas, una que otra conversación con los compañeros de trabajo. Al final de la jornada se me antojó pasar por la frutería para buscar unas mandarinas. En estos días de pandemia, nada mejor que los cítricos.
Entré a la tienda, me dirigí directamente a los estantes de frutas y, de repente, me percaté de los precios de las mandarinas. Estaba sorprendido, cómo habían subido de valor aquellas frutas. Me causó una risa pícara que no podía controlar.
En un abrir y cerrar de ojos, mi mente me empujó a viajar en el tiempo. Poco a poco se fueron apareciendo las imágenes de mi infancia, aquellos días en que las mandarinas de la parcela de mi abuela colgaban de las ramas de árboles frondosos que a diario recibían la brisa que soplaba de la costa del Pacífico.
Aquel pedacito de tierra tenía paisajes de encanto. Los colores de las plantas conformaban un escenario ideal para abrazar la paz, tranquilidad, armonía. En esos días de aventura me recostaba sobre un pasto hermoso, podía sentir la dulzura de las plantas, el caer del rocío sobre mi cara.
Nada mejor en esta vida que admirar aquellos árboles, que con sus sombras cobijaban el bosque cafetalero. Una tierra grande con llanuras rodeadas por cerros, en donde en sus picos se alzaban árboles de cedro, conacaste, ciprés, laurel, que se entrelazaban con pinos. De la cumbre bajaba una alfombra verdosa conformada por los cafetales que crecían en una tierra fértil y poderosa, donde el olor a café perfumaba ese jardín de ensueño y encanto.
Amaba caminar por la orilla del río, ver cómo el agua se convertía en el espejo de las flores, los pájaros, cobijados todos por un cielo indescriptible. De tarde, por ese mismo camino se escuchaba el cantar de las cigarras como anunciando la llegada de la noche, y nunca dejó de faltar el salto de un sapo en aquellas veredas aledañas al terreno de la abuela.
En los tiempos de las cortas de café me encantaba ayudar a la abuela a separar de manera minuciosa los granos rojos de los verdes, y estos últimos los juntábamos con mis primos para tirarlos en el patio de la parcela para ser secados por los rayos de un sol de octubre.
La cosecha de café demandaba por parte de los terratenientes grandes cantidades de trabajadores, los cuales llegaban desde Chalatenango para hacer tan ardua labor. Muchos de ellos pasaban la noche en los portales de la ciudad de las colinas, Santa Tecla. Los recuerdos me dicen que desde un cerro en el municipio de Huizúcar, en el departamento de La Libertad, se podía apreciar la marcha de los cortadores en dirección de las fincas cafetaleras.
Por las noches, en la parcela de mi abuela se juntaban trabajadores venidos de diferentes lugares. Ahí, subido en unos sacos de café, escuché las historias de los más adultos que, con una extraordinaria imaginación, contaban leyendas del cadejo, de la Siguanaba, de la carreta chillona, del padre sin cabeza. Leyendas que cada uno de los salvadoreños llevamos impregnadas en nuestros corazones, y no importa si estamos en Suecia, Australia, Estados Unidos, Italia, Suiza, Canadá, Honduras, España o México, donde quiera que se encuentre un alma salvadoreña más, recordamos nuestro querido El Salvador.
Cómo anhelo cortar las mandarinas de la parcela de mi abuela. Una tarea nada fácil porque las espinas cuidaban con recelo aquellos frutos. Pero es preferible sentir una pinchada de espinas que tener que soportar a seres perversos que se aprovechan de las circunstancias para meter sus púas en nuestros bolsillos producto del acaparamiento y la especulación.