La pandemia puso al descubierto que los países más ricos del planeta no contaban con un sistema de salud capaz de dar respuesta a las necesidades de las víctimas del virus. La sociedad de consumo había «descuidado» garantizar un derecho humano básico, como es la salud.
De igual manera, la vacuna ha venido a profundizar la crisis mundial cuya manifestación más evidente es la enorme inequidad reinante, la inmensa brecha entre pobres y ricos.
A comienzos de este año, mientras se agudizaba el rebrote que aumentaba exponencialmente los casos en Europa y otros países de nuestro continente, los 40 países más ricos habían acaparado una cantidad de dosis de vacunas de distinto origen que les permitía vacunar tres veces a sus poblaciones. En el caso de Canadá ha acopiado nueve dosis por habitante; EE. UU., siete; Inglaterra, seis; y la Unión Europea, cinco. Mientras en América Latina y el Caribe, por ejemplo, hay países que aún no han accedido a la vacuna.
Las organizaciones no gubernamentales que revelaron esos datos señalaron que el 14 % de la población tendría acceso a más del 50 % de las vacunas más conocidas y mejor evaluadas. Paralelamente, solamente uno de cada 10 habitantes de los países pobres podría ser vacunado hasta fines de 2021.
Otro costado de la sociedad neoliberal y de consumo —al que pensadores y analistas se han referido reiteradamente— es la profunda crisis política y moral. Y la vacuna, una vez más, lo pone de manifiesto.
La administración «VIP» de la vacuna —administrada a personajes del poder que en general no reunían los requisitos de prioridad establecidos— provocó la renuncia de dos ministras y un centenar de funcionarios del Gobierno del Perú. Y ahora lo mismo ha ocurrido en Argentina. La vacunación clandestina de un conocido periodista y numerosos políticos y sindicalistas ligados al Gobierno derivó en la renuncia del ministro de Salud y provocó un lógico escándalo.
Ambos casos muestran la bajeza moral de los protagonistas. Las vacunas que ellos recibieron fueron, lógicamente, sustraídas de las personas en situación de riesgo, puesto que las dosis que tanto Perú como Argentina poseen no alcanzan ni mucho menos a cubrir a quienes debieran recibir sus dosis de manera prioritaria.
Aquí también la vacuna puso de relieve la bajeza moral de una política que reitera de manera permanente los vicios que se han hecho ya estructurales y cuya decadencia está claramente en evidencia.
Aquí, conocidos dirigentes de los partidos tradicionales criticaron al Gobierno cuando anunció la llegada de un primer lote de vacunas al país y cuando comenzó, de inmediato, a aplicarlas a la primera línea que brinda servicios de salud. Buscaron el pelo en la sopa, hicieron el ridículo con unas cajas en las que habían llegado antes vacunas para otras enfermedades. Pusieron por encima de la salud su actitud electorera. Bien mirado, eso significó desconocer —como siempre lo hicieron— un derecho humano esencial.
El periodismo «independiente»
Esas posturas de la vieja política están siempre acompañadas de un sector del periodismo que actúa con la misma «ética». Un medio «independiente» que responde a sus mandantes y en lugar de hacer una labor periodística como corresponde se deja llevar por sus jefes está siempre dispuesto a prestarse a operaciones de esa naturaleza.
Bastaba con una llamada al Ministerio de Salud para comprobar que las cajas de las vacunas que denunciaron que escondían una maniobra especulativa del presidente de la república había servido para traer a El Salvador vacunas de sarampión, entre otras.
Pero la dinámica del periodismo «independiente» es esa denuncia crítica al enemigo de turno, sin importar la ética del ejercicio de la profesión.
Abundan esos ejemplos y más en épocas electorales. Los periodistas que respondieron a las órdenes de los mandantes de derecha y/o izquierda, que recibieron sus «maletincillos» regularmente, se rasgan las vestiduras y denuncian los ataques a la democracia, peligros de dictadura.
Escribió la ensayista latinoamericana de reconocidos méritos Beatriz Sarlo:
«Cosas así suceden cuando hombres o mujeres, que creen que han cumplido grandes tareas y se consideran a sí mismos fiscales de la democracia, se muestran incapaces de enfrentar una cuestión moral que los comprometa en términos personales. Son expertos para disertar sobre lo público y temibles críticos de ajenas desviaciones, pero les cuesta aplicar las mismas normas a un escenario que los incluya a ellos o a sus mandantes. No aceptan la crítica. O se creen santos o se creen víctimas. Salvan la patria, pero no están listos a sacrificarse».
Dicho, en otros términos: aunque no están libres de culpa, viven arrojando la primera piedra.