Los faraones construyeron tumbas bajo pirámides deseando la inmortalidad, usando piedra cubierta con caliza que esperaban que permaneciera por siempre sobre las dunas del desierto frente al Nilo del entonces imperio africano-oriental. Pero el tiempo, del que quizá deseaban que fuera su mejor aliado en la vida inmortal, se convirtió en su enemigo. Revoluciones internas político-económicas en épocas del relato bíblico, el surgimiento de potencias coetáneas y el desarrollo mismo de la historia aleccionan milenios después de que nada es para siempre.
Sea por origen de creación o evolución, el cambio es inevitable, más cuando la fuente primaria es mortal; o sea, imperfecta. Aun si salió de las manos de un ser supremo, perfecto, la evolución hace su parte. La imagen de los humanos «modernos» se aleja por mucho de las de Adán y Eva en el Edén, o de Tepeu y Kukulkán en el mundo maya.
Sistema tras sistema
—político, social o económico— han evolucionado durante siglos, víctimas del tiempo eterno. El universo no es el mismo desde su creación o el Big Bang, sigue expandiéndose, nacen y mueren planetas, soles, estrellas, galaxias enteras que son consumidas por agujeros negros para formar nuevas y seguir en su evolución o transformación. Viajar al pasado, si fuera posible, solo nos confirmaría que, precisamente, todo es diferente.
De lo macro a lo micro. La historia salvadoreña no escapa a este proceso natural. Menos la reciente, cuando se ha estado en la búsqueda de tener una nación que favorezca el bienestar de todos sus habitantes, y en ese afán se levantan y destruyen sistemas de diversa clase y color que han tenido como piedra de cimiento la Constitución de la República, excepto cuando han gobernado fuerzas que la han desconocido pero que con el tiempo cedieron a estilos democráticos.
Hace décadas, históricos grupos de poder en El Salvador quisieron hacer como los faraones: perpetuar un marco legal que los favoreciera en todos sus intereses, en detrimento de la mayoría, el pueblo. Construyeron una retórica en verso y prosa asegurándose de que, aun cuando en determinada coyuntura perdieran cierta parte del Estado, sus intereses continuaran protegidos. Y lo lograron por décadas, pues, sintiéndose faraones del valle cuscatleco bañado por el río Lempa, crearon los artículos pétreos constitucionales.
Aferrados a dicha letra arguyen, como antes, que estos artículos son eternos, inmutables. Cambiarlos, aunque sea solo de forma, lo consideran cuasi sacrilegio. Y aunque con nota dizque democrática dejaron en la Carta Magna posibles formas de modificar dicho articulado para dar la impresión de que siguen siendo democráticos, todos los caminos conllevan a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, que también estaba protegida con caliza. Tanto así que, cuando la nueva Asamblea Legislativa —bajo el mandato del soberano (el pueblo), que generó democráticamente nuevas correlaciones políticas en uno de los tres órganos del Estado— destituyó constitucionalmente a los magistrados de dicha Sala, sus miembros (ya sin mandato) declararon inconstitucional su destitución constitucional.
Se lee rimbombante, pero así funcionaba. ¿Cómo destituir a magistrados de la Sala de lo Constitucional que pueden declarar inconstitucional su destitución?
La última resolución de esa sala pone otra vez en el tapete de discusión qué se puede y qué no cambiar en la Constitución. La reelección presidencial está permitida constitucionalmente bajo ciertas reglas que anteriores magistrados interpretaron de cierta forma para favorecer a sus aliados. Voceaban que esas decisiones eran de obligatorio cumplimiento, y se usaba todo el aparato de presión nacional e internacional para asegurarse de que así fuera.
Pero nada es para siempre, el cambio es insoslayable. El soberano habló en las urnas y, por medio del Ejecutivo y la nueva Asamblea Legislativa, demandó cambios en todas las estructuras estatales, incluyendo quitar la caliza y remoldear esas piedras que algunos pensaron que eran eternas. ¿No es acaso el soberano el que quita y pone gobernantes a su voluntad a través del ejercicio democrático? Lo hizo en las anteriores elecciones presidenciales, legislativas y municipales, y lo hará nuevamente dentro de tres años.
Las sociedades que se ponen una camisa de fuerza con artículos pétreos están condenadas a quedar en el subdesarrollo. ¿Por qué? Porque todo cambia, nada es inmutable, mucho menos los gobernantes que elaboraron leyes con el propósito de proteger sus intereses o los de sus faraones. No puede de una fuente impura emanar agua pura: es contradictorio por naturaleza.
Los mismos que en nuestro país gritan al tocar un «artículo pétreo» son los mismos que alaban las bondades de naciones con constituciones que han evolucionado constantemente, incluso actualizando los marcos legales que tienen que ver con derechos tan fundamentales como la vida, la alimentación, el sistema político…. Pero han quedado al descubierto sus razones, como ha ocurrido también con el tema de la adopción del bitcóin, que desde hoy es de circulación legal.
Si bien los gobernantes que impulsaron esos artículos pudieron haber llegado al poder vía democrática, sus intereses no respondían a las necesidades del pueblo que votó por ellos. La mejor prueba: el progreso social, político y económico del país siempre fue paupérrimo. Lo poco que se lograba quedaba en manos de pequeños grupos y afines. Y para mantener ese «statu quo» estaban los artículos intocables.
Ante la sentencia de la Sala de lo Constitucional sobre la reelección presidencial, voces del pasado dicen ahora que no hay que obedecer. Otra evidencia de que son democráticos puros solo cuando les conviene.
Todas las sociedades tienen el derecho de buscar mejores niveles de desarrollo, y si para ello es necesario cambiar su sistema, hay que hacerlo. ¿Por mandato de quién? Del soberano. A escala individual también se tiene el derecho de modificar el pensamiento para alcanzar mejores niveles de humanidad. ¿No es eso lo que se anhela?
Si el pueblo, por medio de los gobernantes que elige, demanda cambios para tener una mejor sociedad, que lo lleven incluso a refundar la república, es el camino por recorrer, a menos que no seamos democráticos.
Un artículo que estableciera el estricto cumplimiento de la voluntad del pueblo por parte de sus líderes debería ser lo único pétreo en la Constitución, pero esto en sí mismo sería contradictorio, pues no hay nada inmutable. Posiblemente haya otros sistemas de gobernabilidad democrática más depurados. Han durado milenios, pero en el futuro las pirámides podrían ya no estar, aunque hayan sido levantadas para ser eternas.