En 2012, el fracaso del primer gobierno del FMLN encabezado por el tristemente célebre Mauricio Funes, ya era tan evidente como lo eran los indicios de su corrupción galopante. Y yo sabía además que el próximo candidato presidencial de ese partido sería un opaco e inepto señor llamado Salvador Sánchez Cerén.
Pero el estudio de las encuestas también me indicaba otro dato crucial: debido a la enorme corrupción de sus cuatro gobiernos, el partido ARENA tenía pocas o más bien nulas posibilidades de reconquistar la confianza de la ciudadanía.
El hecho era que esas dos marcas partidarias de izquierda y derecha, fundadas casi simultáneamente a principios de los años ochenta como los bandos diametralmente opuestos para la guerra civil, habían desnaturalizado y agotado sus respectivos proyectos políticos originales, y ya eran cómplices complementarios de un mismo régimen o sistema excluyente y corrupto.
El hecho era que la polaridad izquierda-derecha se había convertido en un simple simulacro. Para desgracia del pueblo salvadoreño, la situación volvía a ser exactamente la misma que nuestro gran Salarrué había denunciado en 1930, en un artículo publicado en el diario «Patria»:
«La mayoría de ustedes se dedican a pelearse por si esto es o no es constitucional, o si conviene uno u otro ismo a la prosperidad de la nación. Capitalistas embrutecidos, perezosos y bribones muestran sus caras abotargadas y crueles a no menos crueles comunistas pedigüeños, sórdidos y rapaces».
La misma situación que el poeta David Escobar Galindo había condensado en otra frase sintética a finales de los años noventa, en su libro «El subsuelo de los volcanes»: «Vivimos atrapados entre una izquierda primitiva y una derecha desalmada».
Fue en esas precisas condiciones que yo, a principios de enero de aquel año 2012, publiqué en LPG una columna titulada «La cuenta larga», en la que concluía con el párrafo siguiente:
«Aquel joven y audaz líder derechista o izquierdista de los años ochenta, es hoy un borroso burócrata calvo, gordo y obnubilado por los privilegios del poder y el dinero. Pero su relevo ya está en camino: es un muchacho forjado en la decencia y el examen crítico de la realidad, no en las neblinas o las telarañas de las viejas y estériles ideologías. Tendremos una segunda oportunidad».
Lo curioso es que al menos para mí, en aquel momento, ese muchacho al que aludía en mi escrito no tenía aún nombre ni rostro, solo era un imperativo de la ley histórica y política de la sobrevivencia nacional.
Pero ese mismo año, un tal Nayib Bukele hablando de implementar nuevas ideas en la práctica política, ganaría la alcaldía de un desconocido pueblecito, providencialmente llamado Nuevo Cuscatlán.
Y ayer, casi nueve años después y refiriéndome a él, publiqué muy emocionado este otro párrafo:
«Tenemos un lujo de presidente, sí, pero también un pueblo excepcional. No habría Nayib Bukele sin tantísimos salvadoreños decentes, leales y fraternos. Hoy el orgullo de ser salvadoreño no me cabe ni en el cuerpo ni en el alma».
Hoy, por fin, podemos decir sin faltar a la verdad: Nosotros el pueblo, sabiendo que somos el soberano.