Cuando llegué a Yahualica a principios de los ochenta, después de varios días de haber salido de Santa Ana huyendo de los escuadrones de la muerte, finalmente tuve el tiempo de respirar tranquilamente y saber dónde diablos estaba. Yahualica es un pueblo lindo a dos horas de Guadalajara, es reconocido por sus canteras, de donde extraen lindas lajas para decorar casas, y por tener bastas llanuras, cultivan nopales y el famoso chile Yahualica. Esa primera noche que llegaba después de sortear fronteras me quedé en la azotea de la casa de mi prima. Viendo el cielo azul estrellado no pude evitar transportarme a las fincas de Los Naranjos, y la luz del poste de la esquina cerca de la canchita de El Tamarindo.
En Yahualica fue el primer lugar donde la nostalgia de haber dejado la esquina me golpeó. No habían ni pasado 15 días y ya estaba añorando a Bessy, quien todos los días, a las 6 de la tarde, pasaba a comprar tortillas, se volteaba y me miraba con una sonrisa maliciosa que era capaz de hacerme olvidar de la Guardia y mis responsables políticos de las LP-28.
No sé exactamente cuánto tiempo estuve en Yahualica entrenando «pollos», que se los llevaría mi tía para pasarlos al otro lado. Lo que sí sé es que aquí fue la primera vez que sentí el exilio.
«Adiós, chico de mi barrio, ¿adónde de prisa vas así? Y pasas en bicicleta y no te puedo alcanzar… Si andas por el barrio pregúntale a mi canción en qué lugar de las calles tu beso hoy se escondió…»
Cuando llegamos a Los Ángeles, después de mil y tantas aventuras, después de haber sido detenido por migras mexicanos y gringos, llegué al destino: me esperaba mi madre. Uno de los lugares que más insistió en llevarnos con mi hermano era el observatorio de Griffith Park. Cuando finalmente llegamos a la cúspide de esa montaña, me golpeó nuevamente la nostalgia que sentí en Yahualica, esta vez ya no eran la esquina y Bessy comprando tortillas lo que extrañaba. Aquí, a pocas millas del famoso rótulo de Hollywood, muy cerca del Greek Theater, frente a una explanada casi perfecta de calles y avenidas de luces ordenadas al infinito desde Los Feliz hasta Santa Mónica Beach, sentí de golpe la ausencia de mi Pulgarcito. Ahora recordaba las tomas de las iglesias en la capital, extrañé las excursiones a la Barra de Santiago, El Majahual, el lago de Coatepeque, la Patrulla 66 de los Boy Scouts, que nos reuníamos en la Ciudad de los Niños. Todos esos recuerdos me emboscaron en esa pinche montaña pelona de Los Ángeles.
«Chico de mi barrio, flores en el pelo y los pies descalzos… Chico de mi barrio con la cara sucia y el cabello largo… Cuéntame que al fin vamos a jugar a la libertad de poder amar… En algún rincón de mi casa estoy esperándote…»
En Los Ángeles experimenté mi primer encuentro sexual real. En mi Santa Ana perdí mi virginidad forzado por mis cheros que me llevaron al desvío, pero en Los Ángeles me enculé seriamente por primera vez. Poco a poco me fui acostumbrando a la ciudad, estudié en North Hollywood, en el Valley, en el LACC. Trabajé lavando platos, poniendo sistemas de riego, «car wash», vendiendo queso y crema en el Grand Central Market, trabajé para coreanos en el Garmet District, armando cadenas de oro en la Figueroa y 6th, vendiendo micas y social chuecos en la Olympic y Hoover, cerca del Taurino, trabajé simulando accidentes para demandar a las aseguradoras, la hice de extra en «Scarface» (todavía no logro convencer a mis hijos), trabajé de ayudante en las trocas loncheras con mi madre, vi a mis amigos de la infancia del barrio Santa Bárbara convertirse en narcotraficantes en el Hotel Cameo, cerca del McArthur Park. Presencié el surgimiento de la MS, que nació resistiendo la marginación de los pandilleros mexicanos. Con eso, y todo eso, tuve que salir nuevamente a otra ciudad, me fui a mediados de los ochenta a Nueva York.
«Cuánto gané, cuánto perdí, cuánto de niño pedí, cuánto de grande logré, qué es lo que me ha hecho feliz, qué cosa me ha de doler. Si era vivir la infancia con el ansia de todo saber, pues el saberlo todo y con nostalgia ver lo que se fue».
Llegar a Nueva York era como que te mandaran a Siberia. Me sentía como un desertor que como castigo lo mandaban al peor lugar para poder sobrevivir, quebrarte. En NY me tocó vivir de posada en el Bronx, alto Manhattan, Brooklyn, Queens. En medio de todo eso, y con todo eso, de pronto estaba de espaldas en el césped de Central Park en una noche de verano, viendo nuevamente las estrellas. Ahí, con el ruido de la ciudad, con sirenas de bomberos y policías persiguiendo a saber qué, tuve el tiempo de reflexionar y por primera vez ya no extrañaba Yahualica, no extrañaba la esquina del barrio, ni el lago de Coatepeque, ni la Catedral. Ahí, cerca del jardín de Strawberry Fields, extrañé el Pollo El Loco, Los Tacos del Taurino, extrañé a los Dodgers y Lakers. Fue quizá la primera vez que lloré mi condición de migrante. Pasé de ser santaneco a salvadoreño, de salvadoreño a latino. Me sentí por primera vez culpable de añorar más el Elyssian Park que la finca Modelo.
«Dónde estarán, a un lado de mi piel los guardo bien y a veces brotarán y endulzarán un brusco acontecer llenándome de miel que muchos libarán. Me lanzarán al viento y a mi tiempo me retornarán. Vendré feliz y fresco para siempre sé dónde estarán, dónde estarán los amigos de ayer».