Señor, hasta aquí llegamos, dijo el motorista de la coaster. Julio se frotó los ojos con las manos y divisó que estaba en el punto de autobuses de la ruta 41-A en la colonia San José, en Soyapango. Debió bajarse en el centro comercial Unicentro, pero después de una larga noche de trabajo se durmió y acabó en zona prohibida.
El conductor le advirtió que debía salir del lugar lo antes posible. Varios sujetos mal encarados ya lo observaban con el rabillo del ojo. Julio también se percató de que era hora de actuar, era el momento de sacar ese gen de arte escénico que llevaba impreso en la sangre.
Pidió un minuto al conductor: sacó un lápiz labial bajero de la mochila, polvos y una sombra color pistacho. Circuló la cara y bajó de la unidad para escapar del lugar. Tuvo también la habilidad de ponerse unas botas que andaba en la mochila que su novia había dejado en su apartamento y que por fortuna eran casi de su talla.
El pantalón ajustado estilo roquero y la camisa pegada, Julio dobló la mano izquierda y comenzó a caminar con el estilo y gracia de mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Pasó frente a los sospechosos y solo le dieron una mirada despectiva. A lo lejos, el motorista, que ya conocía el plan, observaba la estrategia de escape y contribuyó junto con sus colegas con el popular silbido del «qué cuero».
Julio les dirigió una mirada cómplice y siguió caminando al ritmo que podía mover las botas de tacón. Los «qué cuero» y «la vieja» eran parte de la vida cotidiana de este cantante en los bares, y aparte de hacerle al canto también era bailarín y teatrero popular.
Desde niño, Julio mostró habilidades para el baile y el arte escénico. En la primaria de su escuela nunca fue raro verlo vestido de mujer para imitar a Pimpinela en un acto del Día de las Madres. Era nalgón, ojos dormilones y predominaban mucho más los rasgos femeninos en su cutis; aunque su hombría jamás fue puesta en duda: era poseedor de una larga lista de conquistas, y se lo había visto desfilar con bellas mujeres.
Karla, su novia, era una de ellas. Realmente ella era un «demonio hermoso». Era una de esas mujeres capaz de interrumpir una prédica o una misa dominical. Caminaba con tanta elegancia que parecía llevar música por dentro. Recién bañada y perfumada era capaz de desquiciar al más cuerdo.
Pero volviendo al punto de Julio, el roquero bohemio había logrado escapar con éxito de la primera barricada, pero más adelante en una esquina tres tipos tatuados con zapatos Nike Cortez estaban a su paso, para colmo le sonó el teléfono. Era su novia, Karla, que llevaba 40 minutos esperándolo en el «food court» de Unicentro.
Hello, respondió. Julio, qué pasa, llevo una hora esperándote, dijo Karla.
¡Ay!, callate, niña. No creerás lo que me pasó. Me dormí en el micro, contestó. Venía divina, pero de tanto caminar las botas ya me hicieron ampollas y el rubor ya se me corrió. Segundos después solo se escuchó: tú tú tú. Su novia, molesta, cortó la llamada inmediatamente.
Ante la franca conversación entre el Julio gay y su novia, los pandilleros cayeron en el engaño.
Sabes qué, loca, chiviate, dijo el mayor de todos, un hombre bastante robusto con nariz de hacha y ojos negros despectivos.
Julio subió aún más el zíper de las botas que le quedaban apretadas y aligeró el paso. De repente, desde las gradas de una casa de altillo, un chipote le mandó una señal de alto.
¿Qué hacés aquí? ¿A quién visitás?
Julio se disponía a dar una explicación cuando nuevamente sonó el teléfono. Era su padre, un militar retirado.
Hola, papi, ya casi llego. Estoy en medio de una actuación, pero ya estoy terminando. Chao, chao, yo también te amo, cuidate, dijo y cortó la llamada. El pequeño «poste» entendió: se trataba de alguien inofensivo y lo dejó marcharse.
Al salir del lugar, Julio se dirigió al baño de una gasolinera a quitarse su disfraz. Sin querer había dado una función para salvar su propia vida. Le quedaba contentar a su bella novia y explicarle la situación embarazosa a su papá, un viejo duro que despreciaba a los gais.