Al parecer, hemos estado engañados con respecto a qué es la democracia en nuestro país. También en otras latitudes como que, al parecer (insisto), no lo tienen claro. No hablaré de los períodos previos a los discutibles Acuerdos de Paz, porque sigo valorando que las actuales generaciones deben ver más hacia el futuro que al oscuro pasado caracterizado por la guerra civil y la corrupción.
Han surgido tantos matices sobre las formas de ejercer el poder político en democracia que en ocasiones abruma establecer una definición que describa la realidad práctica. Al retomar la etimología básica-histórica griega («demokratía», «gobierno popular»: «dêmos», «pueblo», y «krateîn», «gobernar»), pareciera que no hay dónde perderse, pero al agregar matices que retratan la relación que realmente ha habido entre gobernantes y gobernados la descripción se vuelve incierta, más cuando desde las aulas el discurso griego ha prevalecido conceptualmente, hasta que el estudiante-ciudadano se enfrenta a la realidad.
Muchos académicos ya han establecido subcategorías de «demokratía», pues esta en su génesis hace rato no engloba todas las formas de ejercerla, así como lo han hecho para otros modelos o sistemas (comunismo, socialismo, tercera vía, golpe de Estado, derechas, izquierdas), surgiendo matices variopintos (algunos casi «duroblanditos»). Pero pensando un poco sobre «demokratía» salvadoreña, se nos enseñó que inicia con la expresión de la voluntad del pueblo para elegir a sus gobernantes, y qué mejor forma que por medio del voto en las urnas.
Cobró fuerza después de los Acuerdos de Paz, pues una de las transformaciones de nuestro sistema político requeridas (interna y externamente) fue precisamente cimentar las bases para garantizar el respeto a la voluntad del «dêmos». Nacieron entonces ciertas instituciones con ese fin. Cada tres o cinco años la «demokratía» salvadoreña era perfeccionada, revalorizada, defendida… o al menos eso nos decían, y era repetido hasta la saciedad por los actores (oligarquía, burguesía, politiquería) que ejercían el «krateîn», ya fuera de facto o tras bambalinas. Mientras a esos actores les favorecía la construcción que hicieron, académica y práctica, sobre «demokratía», el orden de las cosas se mantenía más o menos sin alteración.
Incluso el ascenso del FMLN al Ejecutivo, que suponía en el imaginario colectivo social una transición de gobernanza surgida del pleno ejercicio de la voluntad popular mediante el voto, no significó una nueva forma de ejercer el poder político, sino más bien la continuidad de las mismas estrategias para espolear al Estado en detrimento del desarrollo que favoreciera al «dêmos», al que durante 30 años se le pidió que siguiera «consolidando la democracia». ¿Y cuál fue el resultado? A los hechos me remito. En cada trienio o quinquenio el poder político fue ejercido en beneficio de la tríada oligarquía-burguesía-politiquería, con una correlación ejecutiva-legislativa-judicial-de contraloría-electoral (con cientos de satélites a su alrededor) que favoreció sus propios intereses. Pero el «dêmos» se cansó de esta parafernalia y, como lo había hecho por décadas, volvió a ejercer su voluntad en las urnas con resultados que han empujado a algunos a renegar de la sabiduría griega, incluso a calificar, moribunda y absurdamente, la reciente elección de ilegítima solo porque los resultados no les favorecen.
A la «demokratía» ahora le hacen reparos de toda clase y color, anhelando quizás una «timékratía» o una «ploutokratía», pero surgidas de las urnas para seguir ejerciendo el poder con el beneplácito popular. Es inédito el triunfo de Nuevas Ideas, acaso la génesis de una nueva forma en nuestro país de «demokratía». Así lo decidió el «dêmos» y su voluntad debe respetarse, la cual refrendará dentro de tres años o dictará una nueva cátedra.