Cuando la familia Messi llegó a Barcelona, en septiembre de 2000, yo me encontraba trabajando como preparador físico en los juveniles del F. C. Barcelona. Antes de empezar a rodar el balón, su llegada podría compararse a la de centenares de niños y adolescentes que han ido llegando a La Masia desde su creación, en 1979. No se sabía mucho de él, no se le había visto jugar, no parecía tener un físico demasiado adecuado para el deporte. Una vez pudimos verlo jugar, ya no pudimos dejar de hacerlo. El talento sobrenatural con el que el joven jugador se deshacía de contrarios me evocaba mis tiempos en la escuela, cuando me sacaba de encima a contrarios en el patio del colegio dos décadas antes. Pero la diferencia era mayúscula: yo regateaba a niños que nunca serían futbolistas, al gordito del bocadillo, al tímido de las gafitas, al delgadito descoordinado. Pero Leo dejaba atrás sin ninguna dificultad a los mejores jugadores del fútbol base de entidades potentes, como el RCE Espanyol, el Girona o el Sabadell.
Y en los entrenos, a sus propios compañeros de equipo, como ha reconocido mil veces Cesc Fábregas en una divertida anécdota, contando cómo al principio temían hacerle daño viéndolo tan pequeñito, y enseguida comprobaron que miedo ninguno, que el pequeño argentino les superaba a él, a Piqué, a todos los de esa quinta maravillosa con la que empezó su viaje en el club, sin ninguna dificultad, pese a sus cortas piernas y a su aparente fragilidad.
A partir de que se recuperó de su primera y desafortunada lesión, una rotura de peroné al poco de llegar y que hizo sopesar a la familia volver a Argentina y olvidarse de la aventura de triunfar en Europa (el percance lo obligó a estar parado tres meses), ya todo fue un cuento de hadas en la evolución del joven jugador. Recuerdo las matinales de fin de semana en las que los equipos de la base culé nos tenían a los técnicos del club ocupados de 9 a 14 horas, y el plato estrella siempre era ver a Leo hacer las diabluras que hacía dentro del terreno de juego. Las mismas que luego nos ha ofrecido con el primer equipo, y que han acabado con inolvidables goles tipo «Messi contra todos», como el que marcó al Athletic en la final de copa 2015, al Madrid de Mourinho en semifinales de Champions de 2011 o el «maradoniano» gol al Getafe de 2007. Les recomiendo una búsqueda por YouTube. Deléitense. Hacer tantos goles tanto tiempo con tanta habilidad solo está al alcance de los genios.
Su espectacular manera de dejar a rivales atrás cuando estaba en las inferiores hizo que su ascenso fuera meteórico y que, en 2003, mi amigo y jefe de 2009 a 2013, el holandés Frank Rijkaard, le diera la oportunidad de debutar con el primer equipo culé en amistoso.
Precisamente contra el Porto de Mourinho. A los tres años y dos meses de su llegada, y con el cuerpo todavía en fase de desarrollo, Leo cumplía el sueño de jugar con el primer equipo, junto a jugadores como Xavi y Luis Enrique. Su debut oficial se demoró un año más, y su primer gol no fue sino hasta el 1.º de mayo de 2005, tras asistencia de Ronaldinho, en partido que tuve ocasión de presenciar en el Camp Nou. Entró en el minuto 82, y tan solo en esos ocho minutos la pareja de astros se permitió el lujo de repetir una misma jugada excepcional. Sí, la hicieron dos veces. Idéntica. La primera fue anulada por estrecho fuera de juego, y la segunda, ambas con sombrero por encima de la salida del portero del Albacete, acabó en inolvidable festejo en las gradas del coliseo culé, que se relamía los labios imaginando los momentos de diversión y espectáculo que ese pequeño chaval podría hacernos vivir. Afortunadamente, los presagios se han cumplido sobradamente. Pensad que en ese momento girábamos la mirada a la sala de trofeos y solo aparecía la Copa de Europa de Cruyff (con gol de Koeman) de 1992. Hoy, con la salida de Messi, vemos cuatro Champions más acompañando a esa primera.
El primer trabajo de Rijkaard, realmente meritorio porque no era sencillo, fue intentar hacer más cómplice del juego colectivo a este niño con tamaña habilidad para el regate. En el deporte de élite, donde los márgenes son tan estrechos, las largas carreras de Leo con el balón acababan demasiadas veces en falta o pérdida, debido al buen hacer de los experimentados, rápidos o corpulentos defensores del fútbol de élite. Las carreras que poco antes hacía como jugador cadete o en el juvenil debían ajustarse a un fútbol profesionalizado con atletas físicamente muy distintos a sus rivales en las inferiores. Esos ajustes en la lectura del juego, Messi los incorporó muy rápido a su disco duro. Y desde entonces todos y cada uno de sus entrenadores han alabado la manera en que Leo lee los partidos. Cómo encuentra las debilidades del rival, y cómo ha sido capaz de convertirse no solo en el máximo goleador de la historia del club, sino también en el mayor asistente. Por encima de jugadores con la visión ofensiva de Xavi o Iniesta, que es mucho decir. Lo que le ha dado futbolísticamente Messi al Barcelona de las dos últimas décadas es seguramente la relación de mayor impacto y mayor duración en el tiempo de la historia del fútbol mundial desde su existencia.
Y en lo personal, las dos veces que tuve que enfrentarme a él, en 2012 con la selección de Arabia en Ryhad (0-0) y en 2015 con la querida selección de El Salvador (2-0, aunque en el último momento Messi no pudo jugar por una gripe inoportuna y tan solo pudimos saludarnos en el banquillo), guardo el recuerdo de todo el trabajo previo de estudiar sus movimientos e intentar evitar que fuera tan determinante como siempre ha sido, y que no fuera frente a nosotros el día que repitiera un triplete (¡lleva 54 hasta la fecha!). Como ejercicio táctico, ha sido una de las pruebas más exigentes que el mundo del fútbol te puede proponer, y recuerdo con mucho cariño las conversaciones con Rijkaard y con Roca intentando disminuir su influencia en el juego y su poderío en la finalización de esa selección argentina con la que nos enfrentábamos.
Nada es eterno, y parece que la crisis de la COVID y la burbuja creada con contratos difícilmente soportables a largo plazo están llevando al fútbol a una nueva situación económica que quizá cambie el modelo de negocio. Al final eso ha sido lo que ha terminado provocando esta dolorosa ruptura que finiquita un ciclo ganador de 35 títulos con un mismo club (el 36.4 % de los títulos del Barça en sus 122 años de historia los ha conseguido en estas 17 temporadas de Messi en el primer equipo).
Asistimos estupefactos, testigos de unos tiempos cambiantes, a una situación en la que los intereses de los grandes clubes y las ligas europeas chocan entre sí, y en medio de todo este cambio de modelo de negocio, Messi termina marchándose por culpa del «fair-play» financiero, y en contra de la voluntad del equipo y del jugador, a un club rival que supuestamente incumple ese «fair-play» gracias a inyecciones de capital que le llegan en esta nueva fórmula club-estado que cambia las reglas del negocio.
Como profesional del fútbol, lejos estaré de juzgar los modelos que permiten y permitirán al deporte que tanto amamos seguir subsistiendo. No es la función que me corresponde en la industria del balón. Pero como aficionado blaugrana, afectados como estamos por la pérdida de nuestro líder durante tanto tiempo, solo nos queda ensalzar su recuerdo y sentirnos privilegiados de haber podido vivir juntos todo lo vivido.
Era muy chiquito, pero tuve la suerte de ver jugar a Cruyff. Disfruté más tarde sobre el césped como recogepelotas de las diabluras de Maradona. Hablando de genios, también en el Camp Nou, de visitante con su Cádiz, me maravillé repetidas veces con la magia de un salvadoreño llamado González (con el que tuve el honor de coincidir más tarde cuando trabajé para la Selecta). Genios todos ellos. Pero lo principal que tenemos que agradecerle a Messi es la longevidad en la proeza de tenernos durante 17 años (¡17!) regalando goles (¡672!) y tardes de gloria a la parroquia culé, en un hito mayúsculo y nunca visto durante tanto tiempo por una misma afición en este deporte. Gracias por tanto, Leo.