Acaba de morir en estos días en Italia el filósofo Gianni Vattimo, referente de lo que él mismo llamó «el pensamiento débil», es decir, de la Posmodernidad. Conocí, en los años noventa del pasado siglo, sus primeros libros, gracias a Julio Echeverría, que acababa de llegar de Italia y que me mostró generosamente la potencia del pensamiento filosófico de ese país, pensamiento que se volvió mundial en las dos últimas décadas del siglo XX. Fue para el momento en que vivíamos una experiencia oxigenante.
El panorama de la filosofía en Ecuador era exiguo y asfixiante. No había novedades teóricas que permitiesen asumir una época en que se producían cambios insospechados y de enormes consecuencias, como la caída del muro de Berlín, la destrucción del Pacto de Varsovia y la desintegración de la URSS.
Siempre la preocupación de los filósofos, por lo menos de los que hacemos filosofía continental, es la relación del pensamiento con la época en que se vive. Por supuesto, no se trata de una relación de causa-efecto ni mucho menos la «aplicación» de una tesis general a una situación específica, como se suele malentender a la filosofía. La filosofía es la época expresada en conceptos, como lo dijo Hegel.
El Vattimo de ese largo momento en que se acarició la realidad de un mundo donde las personas fuesen libres, ciudadanos de democracias liberales que proporcionarían además igualdad y fraternidad (solidaridad, diríamos ahora), presentó un pensamiento no hegemónico donde se hiciese realidad la tesis de Nietzsche, «no existen hechos, solo interpretaciones», respetando a la diversidad como la nueva consigna de la época.
Precisamente, como no habría lucha para imponer un principio o fundamento, los seres humanos podrían abrirse a lo lúdico, al arte, que en las sociedades modernas tienen solo un compartimiento restringido, porque el «homo faber» es quien lleva la primacía. Para llegar a este «pensiero debole», o pensamiento débil, Vattimo asumió la tradición de la filosofía moderna y contemporánea: Nietzsche y Heidegger, en primer lugar, que aparecían gracias a él, como nuestros interlocutores. La asumió desde la herencia del Renacimiento italiano, que privilegia lo artístico como el lugar de las revelaciones fundamentales del espíritu.